La concentración por los siete años de la Cuarta Transformación volvió a llenar el Zócalo. Pero más allá de la marea humana —que impresiona a cualquiera—, lo que verdaderamente importa es lo que esa multitud representa: un respaldo social que se ha construido a partir de resultados verificables, no de promesas.

Y quizá el cambio más profundo, el más medible y el más sentido, está en dos frentes que han marcado este periodo histórico: el aumento del salario mínimo y la consolidación de los programas sociales más amplios que México haya tenido en décadas.

El salario mínimo: un cambio que parecía imposible

Durante años nos habituamos a una frase que se repetía como sentencia: “No se puede subir el salario mínimo porque se dispara la inflación”. Fue casi un dogma económico. Hasta que dejó de serlo.

En siete años, México ha visto el incremento más grande al salario mínimo en más de cuatro décadas. Lo más relevante es que este aumento no se ha traducido en una crisis, sino en una recuperación real del poder adquisitivo de millones de trabajadores. Eso, para quienes tenemos contacto directo con comunidades y trabajadores organizados, no es un indicador: es un alivio.

La idea de que el trabajo debe alcanzar para vivir con dignidad dejó de ser aspiración y empezó a tornarse política pública. Ese es el tipo de decisiones que cambian un país desde abajo, no desde los reflectores del templete.

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Programas sociales: del asistencialismo al derecho

Los programas sociales dejaron de ser apoyos condicionados o herramientas electorales. Hoy están configurados como pilares de bienestar, como derechos que no dependen del vaivén político.

Para millones de adultos mayores, para jóvenes que inician su trayectoria laboral, para familias que viven al día, estos programas no son una transferencia: son un respiro, una oportunidad, un colchón de estabilidad. Ese impacto se siente en todas partes, desde las colonias más pequeñas hasta los grandes centros urbanos.

Desde el Club Rotario Sayavedra vemos día a día cómo las personas llegan un poco menos desesperadas y un poco más esperanzadas cuando la política pública sostiene lo básico. El Estado no resuelve todo, pero cuando sostiene lo elemental, la gente puede caminar por sí misma.

Una marcha que refleja un ánimo social, no una obediencia

Lo que vimos en el Zócalo fue la manifestación de miles de mexicanas y mexicanos que respaldan los logros obtenidos en 7 años. Esa asistencia masiva no puede explicarse sin un punto clave: cuando las personas sienten que una política pública mejora su vida, la defienden.

Ese es el respaldo que construye legitimidad, no los discursos ni la propaganda. Cuando una persona recibe un salario más digno o un apoyo que le permite respirar, no necesita que nadie le diga a qué marcha ir. Va porque quiere expresar gratitud, reconocimiento y esperanza.

Un país que se ordena desde su base social

Es evidente que queda mucho por hacer. La seguridad, el acceso a la justicia y otros desafíos permanecen. Pero sería una falta de honestidad no reconocer esto: la 4T logró donde otros gobiernos ni siquiera intentaron, reorientando la economía hacia la gente y dejando de poner la estabilidad por encima de la dignidad.

Los grandes cambios nacionales no siempre se ven de inmediato: se sienten en la mesa, en la cartera, en la posibilidad de llegar a fin de mes sin angustia extrema. La transformación se nota cuando la vida cotidiana deja de ser una cuesta arriba.

Reconocer no es rendirse: es ser justos

Como ciudadano y como presidente del Club Rotario Sayavedra, creo firmemente que la crítica responsable solo funciona si también somos capaces de reconocer avances. Hoy, México tiene una base social más protegida, un salario mínimo más digno y un modelo económico que, sin romperse, se atrevió a corregir inercias históricas.

Eso es lo que vi en la marcha. No solo banderas. No solo consignas. Vi un país que, con todas sus diferencias, reconoce cuando algo avanza en la dirección correcta.

La justicia social dejó de ser discurso de mítines políticos. Empezó a sentirse en la vida de quienes, históricamente, habían sido invisibilizados. Eso —para un país como el nuestro— ya es un logro mayúsculo.