Finalmente se logró el anhelo de López Obrador y de muchos otros: hacer de la presidencia el poder sin contrapesos ni límites constitucionales; con la validación de la elección de juzgadores el Consejo General del INE, por mínima diferencia, el país ingresa a la condición de régimen autocrático. México no regresa al pasado, lo que está pasando no guarda precedente, porque el régimen anterior se enmarcaba en un país rural, convulsionado por la rebelión y sin una sociedad diversa y demandante. Ahora es diferente y en parte tiene valor mayor la legitimidad derivada del voto, que pierde sentido cuando se impone la trampa, como sucedió en la elección judicial o cuando se tergiversa, como fue la adjudicación de una mayoría parlamentaria que no se corresponde a la voluntad de los votantes.

La realidad, en el país se erige un régimen en el que sucederá lo que la presidenta quiera. Las decisiones legislativas, las resoluciones judiciales y la conducta del INE y del Tribunal Electoral confirman qué significan verdaderamente los votos. Presente y futuro serán de la exclusión, la discrecionalidad y, muy probablemente, de la arbitrariedad

La exclusión viene de la manera como se asume el poder a partir de la exclusiva representación de la voluntad popular. Para López Obrador y para Claudia Sheinbaum sólo hay una fuerza política legítima, la que ellos controlan y representan, en proceso de depuración de sus aliados PVEM y PT, aunque las elecciones en Durango y Veracruz revelan su funcionalidad electoral. No hay lugar para la oposición porque representa ilegitimidad, los conservadores, los corruptos, los de antes, el neoliberalismo, la venalidad y la traición a la patria. Ni el priismo en su peor momento suscribiría visión semejante, quizá con la excepción de Manuel Bartlett y su voto patriótico.

Una pena que el INE no acudiera al llamado de la historia, la del país y la de la misma institución; la venalidad y la parcialidad llegaron y por la puerta grande, por la presidencia del Consejo y por algún consejero que, arropado en el rigorismo, esté convencido de que actuó con propiedad. Allá cada cual con su sentido de responsabilidad y su determinación de sumarse a quienes han traicionado la causa mayor a que se deben: la democracia mexicana. Dejaron pasar una última posibilidad para contener, para enmendar, para contribuir con un poco de racionalidad, que seguramente sería revertida por el Tribunal Electoral. El proceso estaba viciado de origen desde la misma construcción de las candidaturas y no se diga la trágica evidencia del acordeón. Pero ese no era el problema, la misma idea de designar juzgadores por voto popular es un despropósito, aunque el proceso electoral hubiera sido impecable, que no lo fue en su desarrollo ni en sus resultados.

La presidenta, con esa singular condición de privilegiar el equilibrio en la coalición gobernante mantiene una postura subordinada al proyecto político, por encima de su responsabilidad como representante de todos los mexicanos, le plantea una situación sumamente compleja. La democracia no sólo es una fórmula para legitimar el poder, es una manera de ejercerlo y de corresponsabilizar e involucrar al conjunto sobre el futuro de la nación.

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Preocupante que el curso autoritario del país se presente cuando se enfrenta la amenaza mayor a su soberanía y a la seguridad nacional a partir de dos grandes embestidas: la del crimen organizado y la del gobierno norteamericano, cada una con su propia dinámica. La primera, complicada por la colusión de los políticos con los grupos criminales; la segunda, por la dependencia del país y los estrechos márgenes de maniobra en economía, seguridad y migración.

Un gobierno y un Congreso representativo de todos, un régimen a partir de la inclusión de la pluralidad y respetuoso de las libertades, un sistema de justicia que acredite legalidad y certeza de derechos, un sentido de unidad incluyente son los elementos de mayor fortaleza para enfrentar la incertidumbre y, particularmente, la adversidad. Lamentablemente dicha posibilidad ha quedado en el tintero de la historia.

El país y el Estado pasan a ser más que de una persona, de un grupo político sin otra cohesión que el poder en sí mismo. Trompicado en sus propias insuficiencias y en su soberbia moral, no alcanzan apreciarse en perspectiva histórica, tal vez por la falsa convicción de que ellos la escriben, configuran una casta política inmersa en la mentira, la venalidad y la ambición.