“La incoherencia no es un error moral: es una renuncia intelectual.”
Isaiah Berlin
“Nada resulta más peligroso que una idea cuando solo se tiene una.”
Émile Chartier
Hay un momento en el desgaste de los proyectos políticos en el que la contradicción deja de ser una táctica y se convierte en un SÍNTOMA. Un síntoma, sí. No es aún la caída, pero sí el anuncio. En otras palabras, no es la hipocresía ni la contradicción lo que —unos y otros— debemos notar: es el agotamiento.
Me explico: el discurso ya no organiza la realidad; apenas intenta sobrevivir a ella. Y ese punto parece haber llegado para Claudia Sheinbaum.
No estamos frente a simples incongruencias discursivas ni a “errores de comunicación”, como gustan decir los estrategas. El problema es más serio: el marco ideológico desde el cual se habla ya no alcanza para explicar el mundo que se pretende gobernar. Las palabras siguen ahí —paz, soberanía, autodeterminación, neutralidad—, pero ya no significan lo mismo. Se repiten, se invocan, se exhiben… y, al tiempo que se hace, se vacían de contenido.
La autodeterminación de los pueblos es el mejor ejemplo. Convertida durante décadas en el principio rector de la política exterior mexicana, hoy funciona como consigna de aplicación selectiva. Sirve cuando el resultado político es compatible con la narrativa oficial; estorba, cuando no.
Pero aquí lo crucial: desde el púlpito se defiende a los gobiernos, NO a los ciudadanos. Se protege a los regímenes, no al derecho.
No es mala fe. Es incapacidad de sostener una ética universal sin que choque con la lealtad ideológica. Y eso, estimado lector, le ocurre a Sheinbaum a pesar de toda la popularidad de la que presume.
Por eso es que su discurso sobre Venezuela suena cada vez más ajeno a México y más parecido a un guion prefabricado. Se condenan sanciones, se invoca la vía pacífica, se pide no escalar conflictos. Pero se omite —siempre— la parte incómoda: la represión, los presos políticos, el fraude electoral, la anulación sistemática de la disidencia, las desapariciones forzadas, las ejecuciones. La paz se convierte en palabra-refugio: no para proteger a las víctimas, sino para evitar incomodar a los aliados.
Julian Assange lo expresó con una claridad brutal: es una contradicción otorgar el Nobel de la Paz a quienes promueven guerras o intervenciones. La frase no es una provocación; es una advertencia. Porque la paz, cuando se separa de la coherencia, deja de ser principio y se vuelve coartada.
Pues bien, vean ustedes: algo similar ocurre cuando se llama a la no intervención mientras se LEGITIMA —por acción u omisión— la violencia política ejercida por regímenes afines.
México, bajo esta narrativa, insiste en presentarse como neutral. Pero la neutralidad no consiste en callar selectivamente, ni en repetir fórmulas previsibles. La neutralidad exige consistencia y consciencia. Y hoy el discurso oficial es cualquier cosa menos consistente y consciente: reacciona, justifica, acomoda. No propone un criterio que privilegie los derechos humanos de la población; administra excepciones.
Y ahí comienza el más reciente capítulo del aislamiento de Claudia.
Afuera, México dejó de ser referencia democrática porque ya no ofrece una brújula, solo explicaciones. Ya no media: defiende a su propio sistema. Y cuando un país pierde la capacidad de hablar desde principios reconocibles, deja de ser interlocutor y se convierte en espectador de sí mismo.
Pero hacia adentro ocurre también algo similar: el discurso ya no articula ni persuade; apenas contiene. Morena dejó de ser un proyecto que interpretaba el presente de la gente para convertirse en un aparato que se la vive justificando sus propias contradicciones. No solo porque haya traicionado sus ideales, sino porque, encima, estos ideales se quedaron sin traducción política.
Presidenta: los proyectos no mueren cuando pierden elecciones. Mueren cuando las creencias en las que se sustentan pierden coherencia y verificativo (muchas veces eso ocurre sin ni siquiera darse cuenta). Cuando ya no distinguen entre principio y consigna, entre prudencia y silencio, entre paz y RENUNCIA moral.
No es que se esté quedando sola. Es peor: el discurso desde el que gobierna ya no tiene compañía. Y eso, en política, suele ser el principio del final.



