Un aniversario más del inicio de la Revolución Mexicana de 1910 motiva una nueva reflexión tocante a los procesos de transformación del país.

A cada revolución industrial le han correspondido cambios profundos en la configuración geopolítica internacional, las condiciones nacionales y su expresión constitucional.

Así, dicho en breve, entre 1750 y 1850, durante la primera revolución industrial, Inglaterra tomó el liderazgo a costa de Holanda, España, Portugal y Francia, mientras que México (Nueva España) pasó de la semi periferia del reino español a la periferia del imperio inglés.

En ese tiempo, el país buscaba acomodar su forma de estado y de gobierno, ya sea semi confederal y semi parlamentario o centralista y semi presidencial, sobre una economía desastrosa y una estructura social colonial que lo postraba a merced de las grandes potencias imperiales.

Entre 1850 y 1950, en el contexto de la segunda revolución industrial, Estados Unidos desplazó a los ingleses en el pináculo internacional, al que se sumó la Unión Soviética, en tanto que México se ubicaba, apoyado en sus fuentes de energía, en la semi periferia norteamericana.

En ese periodo, el sistema político fue estabilizado a lo largo del Porfiriato y el inicio del lapso posrevolucionario, luego de un doble impulso violento: la revolución de Ayutla que generó la Constitución liberal, federalista y semi presidencial de 1857 y la revolución maderista-carrancista-villista-zapatista que cristalizó en la Constitución social, federalista y pro presidencial de 1917.

Al fin, poco a poco, el país comenzó a abandonar su condición interna colonial y atrasada para controlar sus recursos valiosos e invertir en su gente y su futuro.

En la tercera revolución industrial, entre 1950 y 2010, Estados Unidos consolidó su liderazgo hegemónico a costa de la Unión Soviética, pero resurgió China y otros países y regiones -la Unión Europea- se reposiciona en el tablero internacional, a la vez que México se afianzó, desde el TLCAN de 1992-1994 dentro de la semi periferia de la potencia económica y militar.

Mediante una serie de decisiones estratégicas que se tomaron e implementaron en los años 30 y 40 del siglo 20, el sistema político se amalgamó entre su perfil federalista y presidencial y una condición pro centralista inducida por un partido nacional hegemónico.

A través de una hábil estrategia política, desde los años 50 el sistema priorizo el desarrollo sobre la democracia y los derechos sociales sobre los individuales para mejorar relativamente los indicadores de bienestar de una sociedad que se ampliaba y modernizaba, no sin contradicciones.

En la etapa final de ese período, el sistema político se liberalizó y democratizó para procesar aquellas contradicciones sociopolíticas, aumentar la capacidad económica y transitar de la semi periferia al centro. Esa ambiciosa apuesta trajo resultados mixtos, más riqueza y más pobreza, pero, en particular, más desigualdad y tolerancia a la ilicitud, corrupción, violencia y crimen.

La irrupción de la cuarta revolución industrial a partir de 2010 ha venido a sacudir de nueva cuenta las relaciones internacionales y la estructuras nacionales.

Ahora estamos en un intenso proceso de recambio de liderazgos globales que adelantaría a China-Rusia y haría perder más a Europa que a los Estados Unidos.

México se enfrenta a una nueva apuesta que lo puede llevar a ganar o perder posición para los años por venir.

Ahora tenemos una doble condición interna: regiones, sectores, grupos y personas muy aventajadas y otras muy rezagadas. Intereses y estructuras muy rígidas y poderes informales concentrados que impiden la adaptación flexible del sistema a una situación fluida y riesgosa. Un país que tendrá que optar -ahi es que puede- por un mayor grado de autonomía o de bienestar dentro o fuera del bloque norteamericano.

Vivimos en una revolución sin revolución armada que obliga a la transformación para la adaptación lo más ventajosa posible para la mayoría de las y los mexicanos, ya no sólo para los menos

En este recambio al interior de los sistemas sociales, ajustar en el sentido y la medida necesaria y suficiente el sistema político y el engranaje constitucional es, quizás, una de las decisiones e interacciones más sensibles.

De esa decisión puede depender que la readaptación en un entorno muy incierto pueda resultar peor o mejor a como lo hicimos en los tres ciclos anteriores.

Esa es una de las mayores implicaciones de una posible, quizás inminente, reforma político-electoral.