El Secretario de Seguridad Ciudadana, Omar García Harfuch, anunció que fue detenido en Uruapan, Jaciel Antonio “N”, identificado como reclutador de jóvenes en centros de rehabilitación para integrarles a células delictivas.
Se dice que la inteligencia de investigación hecha por las autoridades de seguridad, Fiscalía General y michoacana, así como el ejército, señala a Jaciel Antonio “N” como responsable de reclutar a dos personas, uno de ellos de 16 años, que participaron en el homicidio de Carlos Manzo.
Esta crisis tiene un mecanismo que se exhibe desde los espacios menos regulados, que son las clínicas o granjas de rehabilitación de adicciones, donde además de realizar todo tipo de prácticas inhumanas a modo de castigo contra personas que consumen sustancias, se consuman desapariciones, asesinatos, tortura y también reclutamiento forzado.
En México hemos normalizado una tragedia que debería estremecernos: el reclutamiento de adolescentes por parte del crimen organizado. Los vemos aparecer en notas rojas, como “halcones”, “mensajeros” o “sicarios”, pero pocas veces nos detenemos a pensar en lo que ese fenómeno revela sobre el país que hemos construido y sobre el Estado que, durante décadas, ha fallado en proteger a los jóvenes que más lo necesitan. Lo que ocurre hoy no es espontáneo ni aislado; es la consecuencia de un entramado de desigualdades, ausencias institucionales y violencia estructural que ha permitido que los grupos criminales tomen el lugar que debería ocupar el Estado: el de proveedor de identidad, ingresos y pertenencia para miles de adolescentes. El hecho es que los niños de la guerra contra el narco hoy tienen la edad de uno de los asesinos de Carlos Manzo, más de 30 y menos de 36... Pero las infancias que han crecido en el infierno desatado desde aquel momento son adolescentes. Muchos de ellos, en la orfandad por feminicidio, en el abandono por migración, en la precariedad por inseguridad y entre todas las desigualdades que conllevan al consumo y a la aceptación, por engaño o de manera forzada, para realizar actos indescriptibles.
Hablar de rescatar a estos jóvenes exige, antes que nada, cambiar la mirada con la que los hemos tratado. Mientras la narrativa pública insiste en clasificarlos como delincuentes, la realidad es que la gran mayoría son víctimas de coerción, amenazas y un abandono histórico. Son adolescentes reclutados en un entorno donde las opciones se reducen a sobrevivir: quedarse en una escuela sin maestros y sin futuro, o aceptar la oferta de un grupo criminal que promete dinero, protección y un sentido de comunidad. No son criminales natos. Son menores expuestos a un contexto que el Estado y la sociedad permitió que se degradara.
Tampoco son culpa de sus madres o abuelas. El llamado realizado por la nueva alcaldesa de Uruapan a que las madres educaran mejor a sus hijos para que no terminaran asesinados tras cometer ilícitos es profundamente revictimizante y machista, pues alimenta la idea de que los cuidados y la educación corresponden exclusivamente a las mujeres, arrebata la responsabilidad que la autonomía progresiva de la voluntad brinda a las juventudes e ignora el hecho de que la desigualdad estructural avasalla también contra aquellas madres que en ocasiones, sufren violencia por parte de sus propios hijos o han tenido que dedicarse a trabajar, duplicando o triplicando jornadas para poder subsistir en medio de la nada.
Por eso, el rescate no puede entenderse como una simple medida punitiva o un trámite administrativo. Implica reconocer que estos adolescentes deben ser tratados como víctimas y ofrecerles un camino real hacia la vida que les fue negada. La muerte de un joven de 16 años al que le fue encomendada una misión que tal vez ni siquiera pudo comprender en magnitud revela un llamado urgente a buscar a esos otros tantos adolescentes que están inmiscuidos con la maña. Esto requiere programas serios de desmovilización, protocolos de protección efectivos para evitar que los grupos criminales vuelvan a buscarlos, apoyo psicológico especializado para tratar el trauma profundo con el que regresan, y oportunidades educativas y laborales que les permitan reconstruirse. Una intervención superficial no sirve: quien ha sido reclutado por el crimen necesita acompañamiento constante, comunitario y digno, porque la reinserción no se decreta; se construye todos los días.
Pero si rescatar a quienes ya fueron reclutados es una deuda moral urgente, evitar que nuevos adolescentes terminen en las filas de la delincuencia es una obligación estratégica para cualquier país que aspire a la paz. La prevención no empieza cuando el crimen toca la puerta, sino mucho antes: en la escuela que se cae a pedazos, en la colonia donde no hay espacios de convivencia, en la familia que no encuentra empleo ni apoyo, en la comunidad donde el Estado nunca llega. Mientras las posibilidades de un joven para imaginar un futuro dependan del código postal en el que nació, el crimen organizado seguirá siendo una alternativa real para muchos.
La única forma de impedir el reclutamiento es intervenir de manera estructural, no simbólica. Eso implica invertir en educación de calidad, asegurar actividades de tiempo completo, garantizar becas que no solo se anuncian sino que cambian vidas, abrir espacios deportivos y culturales, generar empleos locales reales y formar redes comunitarias que permitan que un adolescente encuentre pertenencia fuera del crimen. También significa proteger a las familias, porque la vulnerabilidad económica y la inseguridad doméstica son muchas veces el primer eslabón de la cadena que conduce al reclutamiento.
Ninguna estrategia de seguridad será suficiente si se ignora la justicia social. Eso lo ha sabido la 4T y desde el inicio, López Obrador como presidente cambió la narrativa y sacó de la categoría “ninis” a las juventudes sin educación ni empleo para mirarles con dignidad, inclusión y apoyo. Pero eso no basta. Se puede militarizar un territorio, pero si un adolescente se sigue sintiendo solo, amenazado y sin futuro, seguirá siendo presa fácil para el crimen. La prevención requiere políticas integrales que combinen protección inmediata, reinserción profunda y recuperación de espacios públicos. No se trata de una política de seguridad, sino de una política de humanidad. Hoy queda claro que resulta urgente regular, fiscalizar y observar a los centros de recuperación de adicciones, clínicas qué no tienen médicos y a las que en muchos lugares se les llama “granjas”. Urge que la política de salud pública para adolescentes contemple centros públicos y gratuitos para personas con adicciones. Urge un padrón para conocer cuáles son las clínicas que existen, actualización en tiempo real de los internados y mecanismo de funcionamiento. Medidas de seguridad, videocamaras conectadas a los C5 de cada entidad. Seguimiento con visitas domiciliarias de verificación, mecanismos de inserción laboral, vinculación con programas sociales, inclusive, traslados cuando se trate de entidades violentas hacia centros de adicciones públicos en otros sitios.
México tiene una deuda enorme con estos adolescentes. Una deuda ética, jurídica y política. Una deuda que no se salda con discursos ni con estadísticas maquilladas, sino con acciones que cambien la vida de quienes hoy están al borde del abismo. Rescatarlos es salvar no solo su futuro, sino el nuestro. Evitar que sean reclutados es detener la reproducción de un ciclo que lleva décadas fracturando comunidades enteras. El país no puede seguir perdiendo generaciones enteras de jóvenes ante la indiferencia o la incapacidad institucional. Es momento de mirarlos, de nombrarlos y, sobre todo, de devolverles la vida que les pertenece. Ellos no son generación Z, son generación pérdida y en tanto que no se atienda, quienes padecerán seremos todos los que intentamos continuar haciendo vida común en un país que no deja de sangrar.
X: @ifridaita





