Es un hecho que algunas redes sociales tienen la capacidad de “freír” el cerebro por las reacciones químicas de adicción-dopamina y pérdida de atención que son capaces de desencadenar, especialmente aquellas de videos que enganchan por horas.

Durante años aceptamos que las redes sociales eran, en el peor de los casos, una pérdida de tiempo. Hoy esa idea resulta ingenua. En Estados Unidos, se aprobó la SAFE For Kids Act (Stop Addictive Feeds Exploitation for Kids Act), una legislación del Estado de Nueva York para proteger la salud mental de los jóvenes frente a características adictivas de las redes sociales.

El anuncio de Nueva York —que obligará a plataformas con scroll infinito, autoplay y feeds algorítmicos a mostrar advertencias sobre su impacto en la salud mental de niñas, niños y adolescentes— no inaugura una cruzada moralista, pero se va alineando con la tendencia de países primermundistas hacia el reconocimiento oficial de que el diseño digital también puede ser nocivo.

Países como Australia han prohibido ya el acceso de menores de 16 años a redes sociales al tiempo que estudios como el de la Universidad de Noruega analiza los efectos del acceso a internet en niñas, niños y adolescentes para encontrar que los más de 30 años con WorldWideWeb y el desarrollo tecnológico que trajo a la humanidad aquel invento desarrollado entre marzo y diciembre de 1989 por el inglés Tim Berners-Lee, que se hizo público y gratuito en 1993, ha dejado como consecuencia mayores índices de ansiedad, depresión y una pérdida progresiva para mantener atención profunda. No es casualidad que el nuevo diferenciador de clase en la crianza está entre los niños criados con pantallas, que tienen menor capacidad intelectual compleja y pueden, inclusive, tener desarrollo del habla retrasado frente a niñas y niños educados libres de pantallas, con la obvia consecuencia que implica el tiempo y recursos posibles para destinar a los cuidados.

No se trata del contenido en general de internet, sino de la arquitectura digital llamada “algorítmica” que detecta gustos y tendencias para ofrecer más de aquello a lo que el usuario ha mostrado interés con comportamientos como comentarios, likes, interacciones o el simple tiempo de observación. No de lo que se dice, sino de cómo se nos empuja a quedarnos. El feed que nunca se acaba, el video que se reproduce solo, la notificación que llega justo cuando ibas a dormir no son accidentes tecnológicos: son decisiones de negocio. Decisiones afinadas durante años para capturar atención, convertirla en datos y venderla como mercancía. En ese proceso, la salud mental de los usuarios —especialmente la de los menores— quedó fuera del balance.

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Que Nueva York compare estas advertencias con las del tabaco no es exagerado. Durante décadas, las tabacaleras negaron el daño mientras perfeccionaban productos cada vez más adictivos. Algo similar ocurre hoy con las grandes tecnológicas: reconocen “preocupaciones”, financian estudios ambiguos y, al mismo tiempo, optimizan algoritmos para prolongar el tiempo de uso. La diferencia es que el cigarro venía con humo; el daño digital llega en silencio, camuflado de entretenimiento.

La nueva ley no prohíbe redes sociales ni censura contenidos. Obliga a advertir. A decirle al usuario —y sobre todo a sus padres— que esas funciones están diseñadas para enganchar y que existen riesgos documentados de ansiedad, depresión y trastornos del sueño. Es, en términos jurídicos, una medida mínima. En términos políticos, un gesto incómodo para una industria acostumbrada a la autorregulación cosmética. La industria tecnológica es la nueva gigante poderosa que tiene mayor peso en las decisiones que los propios gobiernos, así que esta advertencia no es desafiante, en realidad. Pero si es ejemplar.

El debate no es exclusivo de Estados Unidos. La Unión Europea endurece reglas sobre diseño persuasivo. Y en México, mientras tanto, no logramos consenso para temas educativos básicos y esto no es parte de la agenda.

Aquí suele aparecer el argumento de la libertad: que nadie obliga a usar redes sociales, que la responsabilidad es de las familias, que el Estado no debe meterse. Pero esa defensa omite una asimetría evidente. Un adolescente no compite en igualdad de condiciones con un algoritmo entrenado con millones de datos para maximizar su permanencia. Hablar de “elección libre” en ese contexto es, cuando menos, ingenuo.

La ley de Nueva York también es limitada. Solo aplica dentro del estado. Depende de la fiscalía para su cumplimiento. Y las advertencias, por sí solas, no desmontan modelos de negocio. Pero tienen un valor simbólico y pedagógico: rompen el mito de neutralidad tecnológica. Dicen, desde el poder público, que estas plataformas no son simples intermediarias, sino entornos diseñados con consecuencias reales.

Tal vez lo más relevante sea el cambio de narrativa. Durante años se culpó a los usuarios: a los padres distraídos, a los jóvenes “frágiles”, a la falta de disciplina. Hoy empieza a señalarse al diseño. A la economía de la atención. A la idea de que todo lo que aumenta el engagement es, por definición, progreso.

No es casual que las grandes plataformas guarden silencio o respondan tarde. Reconocer el daño implica aceptar responsabilidades legales, éticas y económicas. Implica admitir que el problema no es un mal uso aislado, sino un sistema completo que funciona exactamente como fue planeado.

Las advertencias no resolverán la crisis de salud mental juvenil. Pero son un primer acto de honestidad. Un recordatorio de que, así como aprendimos a leer etiquetas nutrimentales y sellos de advertencia, quizá también debamos aprender a mirar la pantalla con desconfianza informada.

Cuando un producto necesita una advertencia, ya no estamos hablando solo de gustos o hábitos. Estamos hablando de riesgos, adicciones y padecimientos desencadenados por la era digital. Y por fin, alguien empieza a decirlo en voz alta. Quién diría que el progreso terminaría por amenazar la potencia intelectual mínima de toda la especie humana.

X: @ifridaita