La difícil tarea de gobernar se volvió más complicada conforme avanzó el siglo 20 y el reto se ha tornado aún más complejo en el siglo 21.

Las causas son múltiples y, para los países de la periferia o la semiperiferia menos desarrollados, por ejemplo, México, han obligado a tomar decisiones de alto riesgo, sobre todo cuando cambian las condiciones del sistema internacional y su contexto.

Así, ante la posición de desventaja y fragilidad histórica a la que nos orillaron las decisiones de gobierno de los primeros 30 años de vida independiente hubo que reconsiderar y emprender una larga travesía hacia la construcción de un estado de derecho moderno que hoy enfrenta enormes desafíos.

La gesta juarista y de los liberales radicales de la Reforma nos legó esos cimientos institucionales. Sobre ellos, el porfiriato terminó por convertir sus legítimas razones de inicio en sinrazones evidentes que aún le impiden al otrora héroe militar y gran estadista oaxaqueño, trocado en dictador, descansar en su tierra natal.

Sus malos cálculos, en particular en la primera década del siglo 20, cuando cambiaba la época y se tensaba la estructura del país, pesaron más que sus posibles buenas razones para no pactar la alternancia en 1910. El resto es la historia de la primera revolución política, social y jurídica del siglo 20 y sus consecuencias subsecuentes.

Otros malas razones se sumaron en los años siguientes a la cadena de magnicidios que padeció el país hasta el muy cismático asesinato del presidente reelecto, Álvaro Obregón en 1928, lo que obligó a otra serie de reconsideraciones introducidas de manera gradual al régimen político en las décadas de los 30 y 40: fortalecer el poder del presidente.

Las ulteriores macro decisiones buenas de los presidentes priistas de la época clásica –1946 a 1982– fueron acompañadas de una estructura política mejor coordinada en el contexto que brindó la Guerra Fría y la afluencia de recursos en la economía mundial. Aun así, en todos los sexenios hubo razones y sinrazones más o menos plausibles o reprobables.

Empero, si nos guiamos por la economía como factor predominante, en los últimos cuarenta años –1982 a 2022– se han presentado ciertos momentos clave en los que las macrodecisiones del poder han cobrado impactos profundos en el conjunto de las relaciones sociales.

Las razones arriesgadas de López Portillo de endeudar al país con base en la riqueza petrolera se convirtieron de 1982 en adelante en pésimas razones en la percepción pública debido al alza de intereses de la deuda y la baja del precio del petróleo. Esto le vino como anillo al dedo a la coalición impulsora de la ola neoliberal que comenzaba a crecer en el hemisferio occidental y bañaría los siguientes decenios.

Las buenas razones de Salinas de Gortari para promover la firma del TLC en 1992 y preferir como sucesor a Luis Donaldo Colosio, en 1994, junto con las malas operaciones que provocaron la devaluación de 1994-1995, derivaron en nuevas sinrazones que prepararon la histórica derrota presidencial del PRI en 2000.

Esto, acaso, a cambio de que el partido tricolor mantuviera el control del régimen desde el Senado y los gobiernos locales, además de acordar que serían tres tribunales constitucionales –la Corte (1994-96) y el TEPJF (1996) dentro del país y la Corte Interamericana (1998) fuera de el– los que juzgarían y modularían en última instancia las decisiones y divergencias políticas en garantía de los derechos y el incipiente modelo democrático pluralista.

La negativa prudencial foxista del año 2001 a proceder a la reforma del estado se transmutó en malas razones que agriaron el vino fresco de la transición y la alternancia, más aún al emerger los casos amigos de Fox y Pemex en 2001-2004, el desafuero de López Obrador en 2005 y la manipulación con dolo bueno o malo del proceso electoral en 2006, lo cual comprometió la legitimidad de los organismos electorales: IFE y TEPJF.

Los déficits de gobierno en el sexenio calderonista entre 2006 y 2012 llevaron a estimar razonable que el PRI, dotado con mayor estructura política, reservas locales y federales y supuesta capacidad de conducción efectiva regresara a reponer el orden perdido en el que partes del estado y hasta de la nación habían sido capturadas y corrompidas. No lo pudo hacer e incluso se confundió con aquéllas. Resultó peor el remedio que la enfermedad.

Las posibles buenas razones del Pacto por México de 2012, en sentido neoliberal, que podrían haber resultado más oportunas diez años antes, no previeron la aumentada complejidad de su implementación y, en particular, subestimaron el recambio hacia el neo-nacionalismo económico que la polarización social estaba provocando en los países centrales y también en México.

Las razones de López Obrador para no firmar el Pacto por México, abandonar el PRD y fundar Morena deben ser materia de estudio de casos para estrategas políticos.

Lo deben ser también las pésimas razones que animaron a Peña Nieto a mal manejar temas sensibles que iniciaron con la Casa Blanca, la fuga del Chapo, Ayotzinapa y los gasolinazos mensuales del año 2017 y concluyeron con la pésima operación de su sucesión, quizás medio salvada para sí mismo al abrir por dentro la puerta de Los Pinos a López Obrador.

Ahora bien, las buenas razones de AMLO para no sumarse a la rigidez decadente de la estrategia neoliberal radical en 2012, avaladas por una amplia mayoría del electorado entre 2015 y 2018, con todo y los beneficios de la política social, estabilidad económica o las mega obras que ha impulsado desde su gobierno, incluida la genialidad de la comunicación política que es La Mañanera, se han visto atemperadas en 2021 y 2022 por las razones disidentes de varios segmentos ciudadanos, alimentadas por frustración, temor o intereses variopintos.

Los retos a los que en este último tramo de su gobierno se enfrenta el presidente y su partido son más o menos semejantes a los que han afrontado algunos de sus antecesores ayer o antier. Habría que reexaminar esas historias.

Por ejemplo: parecería que las razones para persistir en la radicalización tipo el Benito Juárez de 1858 o 1862 le podrían entregar frutos. Pero también se antoja pensar que no debería incurrir en la porfía del Porfirio de 1884 o 1910, ni siquiera a través de interpósita persona. O bien, actuar según el malogrado Álvaro Obregón o el defenestrado aunque resiliente y longevo, Luis Echeverría.

Entonces: ¿Cómo prever que no le sobrevenga a Andrés una coyuntura como la que hundió a López Portillo en 1981-82, Salinas de Gortari en 1994-95, Peña Nieto en 2017-18 o Felipe Calderón en los días que corren?

Según esas y otras lecciones, impedir que le ocurra lo que ha pasado con los últimos 5 presidentes –que no gane la presidencia su candidatura preferida o le cobren facturas antedatadas– en mucho dependerá de que las buenas razones que tuvo ayer las reproduzca y reconfigure hoy de tal manera que no se conviertan en las sinrazones de mañana y, aún mejor, tampoco de los días nublados que después podrían venir.