El campo mexicano vuelve a alzar la voz. Productores de maíz, trigo y frijol llevan semanas protestando, bloqueando carreteras y exigiendo lo que se les prometió, un precio que les permita vivir dignamente. Lo que se anunció como “apoyo al campo” se ha convertido en una bomba de tiempo. El programa de precios de garantía instaurado por el gobierno de López Obrador a través de Segalmex ha colapsado en un desastre institucional, económico y político.

En teoría, los precios de garantía son un mecanismo para que el Estado compre producto nacional a un precio mínimo cuando el mercado no lo paga. Suena noble, pero en la práctica se convierte en una trampa. Fijar un precio mínimo obliga al gobierno a cubrir la diferencia y asumir costos enormes. En México, esto se tradujo en bodegas llenas de maíz sin vender, pagos atrasados y un campo que observa cómo las promesas se quedan en el discurso. El resultado es devastador: los productores no solo no reciben lo acordado, sino que el programa terminó siendo un pozo sin fondo de corrupción y mala gestión.

El fracaso del modelo también está relacionado con otro golpe institucional al sector. La desaparición del Banco Nacional de Crédito Rural, Banrural, que durante décadas financió la producción agrícola del país, dejó al campo sin una de sus principales fuentes de apoyo. López Obrador lo eliminó en el sexenio pasado con el argumento de que era una institución “corrupta e ineficiente”. Sin embargo, su ausencia ha dejado un vacío que hoy se siente con fuerza. Los productores ya no tienen acceso a créditos blandos ni a líneas de financiamiento accesibles, lo que los ha vuelto dependientes de intermediarios, coyotes y programas clientelares. Sin crédito, sin apoyo técnico y con precios artificialmente controlados, el campo quedó atrapado entre la deuda y el abandono.

Otros países ya vivieron el mismo error. En China y en Honduras se aplicaron políticas similares de precios de garantía y los resultados fueron catastróficos: costos fiscales altísimos, mercados distorsionados y ningún beneficio real para los productores. En México, el panorama es todavía más grave, porque desde Segalmex se gestó un escándalo de fraude multimillonario que ha afectado severamente al campo mexicano.

Las demandas de los manifestantes son claras. Reclaman un precio justo que refleje sus costos reales, no una cifra política impuesta desde un escritorio. Exigen que el gobierno pague lo prometido y que deje de jugar con su sustento. Mientras tanto, el caos en las carreteras es evidente. Hay reportes de personas atrapadas en sus vehículos durante horas, incluso hasta veinte en algunos casos, sin poder avanzar. Todo esto ocurrió porque, una vez más, se adoptó una medida populista sin medir sus consecuencias económicas ni sociales. Familias enteras, transportistas y viajeros comunes quedaron varados en autopistas sin culpa alguna, convertidos en víctimas colaterales de una política mal diseñada.

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Los precios de garantía nunca fueron la solución mágica que se prometió. Terminaron siendo una política demagógica que ha generado más problemas que soluciones y que hoy tiene al país entero pagando la factura. Se eliminó el financiamiento público al campo, colapsó el sistema de precios y los productores, lejos de ser rescatados, fueron hundidos en un pantano de burocracia, corrupción y promesas incumplidas. Es momento de repensar seriamente cómo apoyar al campo, pero hacerlo con inteligencia, con visión económica y con honestidad, sin convertir el discurso social en un disfraz de improvisación política.

Lo más indignante es que esta tragedia no cayó del cielo, fue fabricada desde el poder. No es la naturaleza la que tiene paralizado al campo, sino la incompetencia de un gobierno que convirtió una política agrícola en un instrumento de propaganda. Hoy, mientras los productores bloquean carreteras para exigir lo que se les debe, millones de mexicanos pagan las consecuencias de un capricho disfrazado de justicia social. Las pérdidas económicas son enormes, pero el daño moral es aún mayor: un país que castiga al que produce y premia al que miente está condenado a morir de hambre, no por falta de tierra fértil, sino por exceso de demagogia.