La idea de calificar al Estado como una especie de engendro tiene larga tradición. Un autor clásico, Hobbes, empleó la denominación de Leviatán para referirlo, inspirado en la manera de cómo fue mencionado un monstruo bíblico. Lo cierto es que la acepción fue singularmente exitosa en cuanto a ilustrar al Estado como la expresión que toma la organización del poder para instaurar un arreglo o dominio sobre la sociedad.

Lo cierto que todo Estado tiene una parte que, llegado el caso, puede asemejarse al de un monstruo que dispone de la suficiente energía o musculatura para imponerse sobre el resto. Conforme a esa tradición y con el agregado de exabrupto, aquí se ha buscado identificar la inclinación que identifica al actual gobierno para definir la tendencia que pretende establecer sobre la marcha del Estado mexicano. Hasta aquí las cosas pudieran no ser extrañas, pues el presidencialismo que ha caracterizado a nuestro sistema político, en efecto ha tenido entre sus características una especie de sentido indómito, a veces impredecible y que concede al ejercicio de gobierno un fuerte carácter discrecional.

A pesar de que hubo pronunciamientos respecto de la posibilidad de instaurar un régimen parlamentario, el Constituyente de 1916 se pronunció en el sentido de poner en pie un fuerte presidencialismo, conforme a un debate que había tenido lugar para impugnar la debilidad que había precedido a la estructura de gobierno en la etapa de la Reforma. Además, en una pretendida congruencia con la necesidad de impulsar las definiciones que se manifestaron en los reclamos revolucionarios.

El hecho es que el México post revolucionario se gobernó con el aporte indudable de un presidencialismo que pronto alcanzó una condición superlativa imbricándose con el partido en el gobierno y del carácter de éste hacia una situación hegemónica. El riesgo de caer en un sistema unipartidista o de partido de Estado estaba presente, más en la óptica de las dictaduras de derecha que tuvieron impulso en América Latina con el aval norteamericano.

Pero la llamada transición mexicana abrió el destino democrático a través de subsecuentes reformas que buscaron una vía clara para moderar el presidencialismo, impulsar la pluralidad política y la competencia, hasta lograr que se arribara a una alternancia en el poder en condiciones de normalidad y regularidad en el funcionamiento de las instituciones.

La obra puesta en marcha por la transición democrática permitió evitar la fractura del régimen político y con ello prepararlo gradualmente para resolver la lucha por el poder en términos de una lucha electoral abierta, regulada, justa y con resultados confiables; una de sus expresiones más emblemáticas es el INE y de ahí la defensa que éste ha tenido frente a los embates del gobierno.

En efecto, la transición democrática no ha culminado y entre sus pendientes tiene realizar la actualización del régimen de gobierno como una materia que está llamada a culminar la proclama de la reforma del poder que fue el centro del discurso de Luis Donaldo Colosio, y cuya necesidad resulta urgida por los problemas que denota el ejercicio de gobierno en la actualidad.

El fenómeno que se vive de concentración del poder, de querellas constantes con otros poderes y de pugna o bloqueo con organismos autónomos por parte del poder Ejecutivo, muestra la acra de un nostálgico regreso al presidencialismo que se creía en vías de extinción. Se reinstala un régimen presidencial que establece su preeminencia, que busca asegurar la permanencia de su partido en el poder y que pretende domesticar a las instituciones, inhibir la competencia política y doblegar a la crítica.

La fórmula que se emplea es la del ogro exabrupto, que ahora suma un agregado más, éste es el de tyrannos, como originalmente se conoció a lo que después identificara a las tiranías. Es decir, ya no se trata sólo de una tendencia con rasgos autoritarios como originalmente ocurrió, sino de establecer la capacidad de tomar decisiones arbitrarias e inconsultas por la determinación de una sola persona y que, por supuesto, entra en conflicto con la politeia, es decir la Constitución. Aristóteles señalaba que la Constitución es el curso de un río, mientras los ciudadanos conforman la corriente que toma cauce en ella.

Lo que ocurre ahora con el gobierno en su afán de insistir mediante decretos en establecer determinaciones que ha sido descalificadas por la Suprema Corte de Justicia, como sucedió con la resolución que tomó para descartar que el gobierno considerara por razones de seguridad nacional la reserva de información sobre obras que emprende es, precisamente, poner en riesgo el curso del río que es la Constitución.

Ahora tenemos en el gobierno un estilo que es el de un ogro exabrupto del tipo tyrannos. Esto sucede, no por casualidad, pues ocurre cuando el gobierno arriba a su última etapa y, evidentemente, tras la búsqueda que ésta sea el ancla que le permita a su navío asegurar la continuidad de su partido en el poder, aunque al hacerlo se modifique irremediablemente el curso del río que tanto había servido.