El escándalo que envuelve al senador Adán Augusto López continúa desafiando a la opinión pública, al Estado y a todos los mexicanos.
Según ha sido informado, el hoy detenido Hernán Bermúdez está acusado de operar una red de narcotráfico en Tabasco durante el gobierno del legislador morenista. A diferencia del caso de Genaro García Luna, quien fue sentenciado por una corte federal estadounidense por complicidad con el cártel de Sinaloa, Bermúdez ha sido señalado por encabezar una compleja red de tráfico de drogas mientras fungía como secretario de seguridad en el estado.
La presidenta Claudia Sheinbaum, la cúpula morenista y los voceros no han sido siquiera capaces de reconocer la responsabilidad política de López, es decir, el hecho mismo de haberle nombrado y sostenido a la cabeza de la responsabilidad de la seguridad de Tabasco.
Conviene poner el acento en el término responsabilidad política. Si bien la responsabilidad penal de Adán Augusto sí corresponderá a las fiscalías, y ellas serán las que finalmente determinen la pertinencia de judicializar el caso, la responsabilidad política es ineludible.
A pesar de la obviedad, la jefa del Estado mexicano, secundada por sus compañeros de partido, ha optado por no pronunciarse sobre el caso, sino repetir cada mañana que se “harán las averiguaciones correspondientes”. Sheinbaum, haciendo alusión a la supuesta autonomía de las fiscalías, ha optado por lavarse las manos, salvar la cara del movimiento, de Adán Augusto y del propio AMLO.
No, señora presidenta. Las fiscalías y los jueces determinarán la responsabilidad penal de López, no así la política. En un país democrático, de leyes y digno de un pueblo valioso como el mexicano, el senador Adán Augusto habría renunciado a su senaduría y se habría presentado a declarar.
Sin embargo, en el lastimado México de la 4T, el senador tabasqueño continúa no sólo como senador (y representante de los tabasqueños), sino como jefe de un partido cuyos eslóganes de “anticorrupción” se han inscrito en los anales de la desvergüenza.