Con cierta desesperación un influencer argentino le pedía a Milei: “Llama por teléfono a AMLO, ¡ya!, que te explique cómo le hacemos para crecer y solucionar todos nuestros problemas”. Ese mismo día también la ministra de Seguridad del Gobierno argentino hizo la siguiente declaración: “Las calles no se toman, si se toman, va a haber consecuencias”. El matiz autoritario que está tomando el nuevo gobierno argentino es altamente riesgoso y nos hace regresar al absurdo dilema de optar por la libertad económica o por la libertad política.

Esta disyuntiva la planteó originalmente el padre del neoliberalismo, Frederick Hayek, quien el 12 de abril de 1981, hizo este comentario al periódico chileno Mercurio: “Mi preferencia personal se inclina a una dictadura liberal y no a un gobierno democrático donde todo liberalismo está ausente”. Justificaba, así, el liberalismo económico, aun cuando la sociedad chilena fuese víctima de una cruenta represión militar.

En Chile, el liberalismo económico tuvo su soporte en un régimen militar que duró 17 años, sin que hubiese contrapeso alguno. Habrá quien elogie a ese régimen y lo justifique por sus buenos resultados económicos (que habría que analizar), aun cuando hubiese habido un quebrantamiento del sistema democrático, con todo lo que ello implica: la disolución del Congreso y de la separación de poderes; la proscripción de los partidos políticos y de las ideas; la restricción de la libertad de expresión, información, reunión y de la libre manifestación social y la violación de los derechos humanos.

Nada más distante de lo que piensa AMLO, que ve a las fuerzas armadas como una fuerza organizada y disciplinada que debe contribuir al desarrollo nacional, siendo esta una de sus funciones; más que como el brazo operador que legitima la violencia del Estado para mantener el orden establecido, tal como lo concibe la teoría política weberiana.

En un país, como el nuestro, en donde la corrupción es irrefrenable, López Obrador ha depositado su confianza en la honestidad de las fuerzas armadas, más que en la honestidad de otras instituciones civiles o en el lucro voraz de un número importante de empresarios privados articulados al quehacer público. No es víctima de una apreciación subjetiva, las estadísticas del INEGI muestran, por mucho, una mayor confianza social en las instituciones armadas que en otras de la sociedad civil. Así, en la construcción de las obras insignia y en el control del movimiento de las mercancías, como las aduanas, le ha dado una importante participación tanto al ejército como a la marina. Pero hasta ahí quedan las cosas.

Fuente: Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental (ENCIG) 2021

Todo gobernante tendría que entender que su mandato lleva consigo un juicio histórico. Quien se erige como dictador o tirano o utiliza a las fuerzas del orden para reprimir la protesta social se convierte en ejemplo de lo que no se debe hacer e inexorablemente mancha su paso por la historia. AMLO lo sabe, no sólo por ser un amplio conocedor de la historia de México, sino porque es fruto de lo que ha visto: hace más de 50 años, dos presidentes, Gustavo Diaz Ordaz y Luis Echeverría, con ideologías y propósitos distintos, se atrevieron a reprimir; quedando sus gobiernos en la parte más aborrecible de nuestra historia del siglo XX.

El presidente López Obrador, ante la adversidad, sería incapaz siquiera de hacer declaraciones que atentaran contra la integridad de sus opositores o contra la libertad de manifestación de amplios sectores de la sociedad que estuvieran en desacuerdo con sus decisiones. Es más, prohibiría este tipo de amenazas a los miembros de su gabinete y no dudo que les pediría inmediatamente su renuncia, sin ningún tipo de explicación o justificación. La esencia de la democracia se sustenta en la no coincidencia y en la divergencia de las ideas, no en el derecho de ejercer la violencia. El derecho de réplica puede llevar a tonos que disgusten por ser disonantes, pero tiene un límite: el no proferir amenazas y, sobre todo, el cumplirlas.

Es obvio que Milei sabe que sus decisiones de shock son altamente impopulares y está dispuesto a implementarlas a cualquier costo, incluso con el uso de la violencia; por eso, más que pedirle consejos a AMLO, tendría que contratar a un espirita para que Pinochet le pudiera explicar cómo se construye lo que, por sí mismos, parecen contrasentidos: una “democracia autoritaria”, o, una “dictadura liberal”.

¿Qué le podría decir un politólogo a un economista como Milei y en general, a la comunidad de economistas?, que su guía ha sido el conocimiento profundo de la historia económica de México, siendo además un testigo viviente de ella. Antes de gobernar anticipó que su guía iba a ser el modelo de desarrollo estabilizador, un modelo instrumentado en la segunda mitad de los años sesenta del siglo pasado y que finiquitó en 1970. Con él -afirmaba- se podría ampliar la tasa de crecimiento promedio que había experimentado nuestra economía durante casi 20 años (de 2000 al 2018) de 2 a 4 por ciento; matizándolo con dos ingredientes nuevos: democracia y justicia.

Lo menos que se le dijo fue que era un anacrónico (un trasnochado) y que sus conocimientos de economía eran elementales; que no era posible implementar ese modelo en un mundo globalizado, que distaba mucho del proteccionismo imperante en los años cincuenta y sesenta de la centuria pasada. Además, muchos coincidieron que sus objetivos sociales coincidían más con los del modelo de desarrollo compartido, impulsado en forma fallida por los gobiernos de Luis Echeverría y José López Portillo. Vale la pena señalar el objetivo coincidente entre lo que dice AMLO y lo que propugnaba el desarrollo compartido: procurar una mejoría en la distribución del ingreso y de la riqueza en México.

Lo que estaba diciendo López Obrador -ya en su calidad de presidente electo- era que iba a adoptar una estrategia de estabilidad macroeconómica, con una política fiscal equilibrada que posibilitará ajustar el gasto del gobierno al ingreso público; y que aún con este ajuste, el Estado iba a reasumir su rectoría económica, con la construcción de obras emblemáticas que posibilitaran el desarrollo de regiones rezagadas y el efecto multiplicador de la inversión. Poco tiempo después quedó claro que el proteccionismo no era su opción; que estaba plenamente convencido de las bondades del libre comercio y de la apertura comercial, al ser un impulsor tenaz de la firma del tratado de libre comercio, ahora llamado T-MEC, aun con la férrea renuencia del presidente Trump.

También quedó claro que no iba a infringir la estabilidad macroeconómica adoptando la misma estrategia de Echeverría y de López Portillo, es decir, que en su gobierno no se iba a presentar un uso dispendioso del gasto público. Consciente, sabía que este exceso de gasto había llevado a una inestabilidad caracterizada por una espiral inflacionaria irrefrenable que sólo hacía transitorio el propósito de mejora social. Siendo así, el presidente López Obrador mantuvo como un eje el equilibrio del balance público primario y bautizó el esfuerzo por el ahorro en gasto como “austeridad republicana”. Todo lo anterior, con dos elementos más: 1) que no se iba a recurrir en demasía al endeudamiento público y 2) que no se iba a transgredir la autonomía del Banco de México, en pos de contar con recursos “inflacionarios” para expandir el gasto público y así alcanzar metas sociales.

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Pocos se acuerdan, pero no pocos economistas en la crisis pandémica presionaron con su opinión para que el gobierno se endeudara e incluso recurriera al Banco de México para hacer uso de la emisión monetaria (vía ilegal conforme a la misma Ley del Instituto Central), a efecto de instrumentar una estrategia anticíclica o proteger a la planta productiva. Conviene recordar que, ante estas opiniones, el entonces Secretario de Hacienda y Crédito Público, Arturo Herrera, advirtió en forma previsoria, durante 2020 y a principios de 2021, que la liquidez excesiva que se estaba generando en la economía, dados los subsidios indiscriminados, podría llevar a un proceso inflacionario y a elevar las tasas de interés, encareciendo los créditos y debilitando la capacidad de pago de los gobiernos, por lo que había que desechar la vía del endeudamiento; además de que el efecto anticíclico era marginal, dado que la actividad productiva se encontraba paralizada.

En realidad, a lo largo de estos cinco años, lo que se ha hecho es optimizar los recursos escasos; es decir, llevar a cabo un mayor gasto social y construir obras públicas, ajustándose a los ingresos públicos propios y sin contratar en exceso financiamientos que pongan en riesgo la capacidad de pago del país; lo que inexorablemente lleva a la insolvencia o al impago, como le ha sucedido con frecuencia a la Argentina.

Parece simple decirlo, pero AMLO ha actuado con un envidiable pragmatismo, utilizando lo mejor que ha dejado nuestra experiencia histórica: el equilibrio de las finanzas públicas, el endeudamiento permisible, el libre mercado y la apertura comercial; también ha sido un fiel precursor de una mejor distribución del ingreso y ha encarrilado al Estado como impulsor del desarrollo nacional, sin que ambas cosas generen agobios por deuda pública o por déficits fiscales. Ha logrado lo que antes parecía imposible, que a un gobierno con matices de izquierda se le tuviera confianza y ahí están las evidencias: se crece a tasas que oscilan entre 3 o 4 por ciento; se mantiene bajo control la inflación y se ha blindado a la economía ante fenómenos económicos o financieros indeseables, como las devaluaciones abruptas; se ha expandido la demanda y el consumo interno y se han multiplicado los flujos y los nichos de inversión. Ahora México y su gobierno son un referente tanto dentro como fuera del país.