El otorgamiento del Premio Nobel de la Paz 2025 a María Corina Machado representa mucho más que un reconocimiento personal a una mujer valiente. Es un mensaje al mundo, una advertencia moral sobre los peligros del autoritarismo y una declaración de fe en la resistencia cívica de los pueblos. Es, sobre todo, un recordatorio de que la paz sin justicia ni libertad no es más que un espejismo.
El Comité Noruego del Nobel ha distinguido a la dirigente venezolana por su “trabajo incansable en la promoción de los derechos democráticos y su lucha por una transición justa y pacífica hacia la democracia”. No hay frase más oportuna ni contexto más adecuado para que el planeta entero vuelva su mirada hacia una nación que lleva años sometida a la opresión de un régimen que se aferra al poder, desprecia la voluntad popular y persigue a quienes lo contradicen.
María Corina Machado encarna la voz de millones de venezolanos que han sido silenciados, exiliados o condenados a la pobreza por un sistema que ha desmantelado las instituciones, secuestrado los tribunales y degradado la política hasta el extremo. Su lucha no ha sido retórica: ha enfrentado cárcel, amenazas, persecución y una campaña sistemática de desprestigio, y aun así ha perseverado. El Nobel reconoce en ella no sólo a una lideresa opositora, sino a una conciencia moral que ha sabido mantener la dignidad cuando todo a su alrededor ha querido arrebatarle la esperanza.
No obstante, este premio tiene implicaciones que van más allá de la emoción o del simbolismo. Es un llamado de atención a la comunidad internacional, que por momentos ha tolerado con excesiva tibieza la deriva autoritaria en Venezuela, y que ahora no puede permanecer indiferente. Porque el Nobel de Machado no es una medalla para la vitrina del mundo, sino una campanada que exige coherencia y acción. Los derechos humanos no pueden ser moneda de cambio en las negociaciones diplomáticas ni condicionales sujetos a conveniencia geopolítica.
La paz —entendida desde su significado más profundo— no se limita a la ausencia de conflicto armado. Es una construcción compleja que implica justicia, respeto al Estado de derecho, acceso a la verdad y participación ciudadana. Y por eso resulta pertinente que una mujer que ha sido privada de todos esos derechos reciba el máximo reconocimiento mundial en materia de paz. No porque la haya alcanzado, sino porque la ha defendido como ideal y meta posible.
Hay quienes, desde trincheras ideológicas anquilosadas, han reaccionado con virulencia al anuncio. Los que ven en Machado un instrumento de intereses foráneos, los que se niegan a admitir la podredumbre del régimen chavista, los que prefieren justificar la represión con el argumento del “anticolonialismo” o de la “soberanía nacional”. Son los mismos que, desde cómodas democracias europeas o desde la retórica revolucionaria latinoamericana, han cerrado los ojos ante las torturas, el hambre y el exilio forzado de millones de venezolanos. El Nobel a Machado les incomoda porque desnuda su hipocresía.
Por supuesto, como todo liderazgo, el de María Corina no está exento de controversias ni de aristas duras. Tiene detractores incluso dentro de la oposición venezolana y hay quienes le reprochan su estilo confrontativo. Pero es justo reconocer que su voz ha sido coherente, que no ha pactado con la corrupción ni con la mentira, y que su resistencia pacífica ha sido la bandera de un pueblo que, a falta de urnas limpias, ha elegido mantenerse de pie. No se le premia por ser infalible, sino por encarnar una lucha legítima frente al abuso del poder.
Para América Latina, este Nobel debería servir como espejo. En otros países también acechan tentaciones autoritarias que se disfrazan de democracia, populismos que manipulan al pueblo mientras concentran poder y gobiernos que, bajo discursos de justicia social, erosionan libertades fundamentales. El caso venezolano no es una excepción lejana, es una advertencia cercana. Y el reconocimiento a Machado nos recuerda que la defensa de la democracia nunca está garantizada; hay que ejercerla, protegerla y exigirla todos los días.
El Nobel de Machado llega también en un momento global de confusión moral. Vivimos tiempos en que la desinformación sustituye al pensamiento crítico, en que las redes amplifican la mentira y en que los liderazgos se miden más por su impacto mediático que por su integridad. Frente a ese escenario, la coherencia de una mujer que no ha claudicado, pese a la persecución y al aislamiento, adquiere un valor extraordinario. Porque lo que ella representa —una ciudadanía activa, una conciencia que no se resigna— es precisamente lo que el mundo necesita recuperar.
Pero hay que ser prudentes: el Nobel no garantiza protección. Los autoritarismos heridos suelen reaccionar con mayor ferocidad. Ojalá este reconocimiento sirva no solo para visibilizar, sino para resguardar. Que las democracias del mundo acompañen a Machado y al pueblo venezolano no con discursos, sino con acciones concretas: observación internacional, sanciones efectivas, respaldo a las organizaciones de derechos humanos y presión multilateral para que se abran las compuertas del cambio. La solidaridad verdadera no es aplauso, es compromiso.
En lo personal, me inclino a ver en este Nobel un triunfo moral más que político. Una victoria de los principios sobre la fuerza, de la palabra sobre el miedo. Es una reafirmación del poder de la convicción individual cuando la violencia pretende imponer la resignación colectiva. Y es también una lección para quienes, en distintos países, creemos que la política todavía puede ser un ejercicio de servicio y no de sometimiento.
María Corina Machado no ha alcanzado aún la paz que anhela su pueblo, pero ha dado al mundo una lección de dignidad. Y el Comité Noruego, con su decisión, ha recordado que la paz verdadera no es el silencio de los vencidos, sino el acuerdo entre los libres. Que su ejemplo sirva para que América Latina entienda que la democracia no se mendiga, se conquista; y que los pueblos no deben esperar a que el mundo los salve, sino atreverse a salvarse a sí mismos.
El Nobel de la Paz 2025 tiene rostro venezolano, acento femenino y alma latinoamericana. Es la voz de una mujer que, en medio del dolor, eligió no odiar; que, ante la injusticia, eligió no rendirse; y que, frente al miedo, eligió no callar. Y en tiempos donde las convicciones se diluyen, esa elección es, en sí misma, un acto de paz.
@salvadorcosio1