En un país donde casi todos los políticos sacrifican principios en el altar del poder, Luisa María Alcalde ha hecho lo contrario: prefirió desairar a los Yunes –símbolo de clanes corroídos por la corrupción en Veracruz– y ahora a Araceli Saucedo, exdirigente del PRD en Michoacán, antes que permitir que Morena hipotecara su moral. Ese gesto, que muchos ven como un simple veto, es en realidad una afirmación ética y política: Morena no puede abrir la puerta a lo que nació para superar.
Ahí radica la diferencia con liderazgos como Adán Augusto López y Ricardo Monreal, que entienden con razón que en el Congreso se necesitan votos y negociación. Pero una cosa es construir mayorías en la arena legislativa y otra muy distinta es permitir que personajes cuestionados penetren el corazón del partido. Esa frontera, que tantos difuminan, Alcalde la ha custodiado con firmeza, recordando que la coherencia también es poder.
Morena no puede ser refugio de los desechos del viejo régimen. Su fuerza no está solo en su músculo electoral, sino en su calidad moral. Y ahí está el valor de tener a una mujer joven al frente: Alcalde marca un contraste con la política donde todo se negociaba y nada se defendía. Es lo que pide la militancia: cuidar principios tanto como construir mayorías. Ella encarna la convicción de que las victorias también están en sostener un ideal frente al oportunismo.