Hay una escena en El Señor de los Anillos que, la verdad, parece escrita para la política mexicana: Gollum, obsesionado con el anillo, encorvado, desconectado. No come. No duerme. Solo repite una y otra vez: “mi precioso…”.
Así andan varios personajes de la Cuarta Transformación. El poder los ha desconectado del suelo, de la gente, de la realidad. Ya no representan a nadie. Ni siquiera responden a sus propias jefas políticas. Solo defienden su posición o lo que viene después.
Y entre todos, uno encarna esa mutación con claridad: Gerardo Fernández Noroña.
Hace unos años, Noroña era incómodo pero genuino. Denunciaba abusos, hablaba fuerte, confrontaba al poder. Muchos lo respetaban, incluso quienes no compartían su estilo. Pero cambió. No fue solo el cargo. Fue el chip.
Hoy, el personaje que desafiaba estructuras actúa como si estuviera por encima de todo y de todos. Exhibe una versión inflada de sí mismo, convencido de su papel histórico, alejado por completo de la autocrítica.
Recientemente se supo que compró una casa en Tepoztlán, tierra comunal, donde la convivencia con los comuneros no es cortesía: es regla de oro. Lo sabe cualquiera que haya vivido ahí. Pero Noroña, en lugar de respetar, confrontó. Como si su investidura lo eximiera del respeto a los acuerdos básicos de la comunidad. Como si ya no viviera bajo las reglas de los demás, sino en su propio mundo, con sus propias reglas.
Ahí es donde ya no se trata de soberbia, sino de extravío. Lo más preocupante: nadie lo frena.
Y es que pareciera que la 4T ha entrado, silenciosamente, en una etapa delicada: la de la impunidad interna. Sin códigos que contengan los excesos, sin consecuencias políticas reales. Y no es que no les hayan dicho.
La presidenta Claudia Sheinbaum fue clara: nada de excesos, nada de actuar como la vieja clase política. María Luisa Alcalde, presidenta del partido, también ha insistido: congruencia, austeridad. Pero algunos ya no escuchan. El poder dejó de ser herramienta y se volvió adicción.
Esto no es solo percepción. Es ciencia.
Estudios del neurocientífico Dacher Keltner, de la Universidad de California en Berkeley, han demostrado que el poder excesivo reduce la actividad de la amígdala, la parte del cerebro que regula la empatía y la conciencia social.
Quien se empodera demasiado se desconecta emocionalmente. Deja de sentir. Pierde la capacidad de ponerse en el lugar del otro. Y comienza a justificarse siempre. Entonces, no es solo un asunto ético. Es clínico.
El poder puede volverte un imbécil. Científicamente comprobado.
Y ahí está Noroña: transmitiendo en vivo, hablándose a sí mismo, convencido de que lo que hace es correcto, necesario, inevitable. Como si nadie más tuviera derecho, ni pudiera ponerle límites.
Para estos personajes —que abundan en la 4T— la ley es un adorno que se invoca si conviene y se ignora si estorba. Todo es negociable. Todo se acomoda. Mientras tanto, los privilegios se acumulan. Los patrimonios se blindan. Porque los cargos pasan, pero los bienes y lujos se quedan.
Arriba, banquetes. Abajo, lo mínimo. Y como las condiciones materiales de la mayoría son tan precarias, cualquier gesto parece justicia. Pero eso no es justicia. Eso es control.
Y ese control, disfrazado de política pública, perpetúa lo que se prometió combatir. Esa es la verdadera miseria: no la pobreza, sino la manipulación emocional.
Esto ya no es izquierda ni derecha. Ni transformación ni cambio. Es pérdida total de piso.
Una adicción al poder que convierte a personas comunes en caricaturas grotescas de sí mismas. Gente que antes caminaba entre ciudadanos, el pueblo… y hoy vive entre espejos.
Noroña, como Gollum, cada que puede grita, actúa como iluminado y olvida que hace unos años no tenía ni para un café.
Y como él, hay más —y peores—. Legisladores que viven como magnates. Alcaldes que blindan mansiones. Funcionarios que creen que el país les debe pleitesía. Todo en nombre del pueblo. Todo en nombre de una transformación que cada vez se parece más a lo que prometió erradicar.
La pregunta es, en serio: ¿quién va a poner orden? ¿Claudia? ¿María Luisa? ¿El partido? ¿La ciudadanía?
Porque si no hay freno, si no hay autocrítica, la transformación se convertirá en lo que tanto dijeron odiar: puro poder por el poder, puro machuchón, sin pueblo, sin ética, sin alma