El informe reciente del Banco Mundial sobre pobreza y equidad en México revela que uno de los principales obstáculos para superar la pobreza es la insuficiente inclusión de género. Los datos no refieren al empoderamiento de la mujer en abstracto, sino a algo más concreto: el empleo. Señala que “la participación laboral femenina en México se encuentra entre las más bajas en comparación con otros países”. Incorporar laboralmente a la mujer representa una de las acciones básicas para reducir la brecha de pobreza y desigualdad.
El señalamiento es consistente con la percepción de que las mujeres enfrentan un entorno hostil y, en muchos casos, de riesgo generalizado. La violencia familiar es una de esas realidades, así como el hecho de que persisten agresiones en distintos contextos, incluido el laboral, a través del acoso. Las cifras son abrumadoras: estudios refieren que alrededor del 70% de las mujeres han sido objeto de acoso. De acuerdo con el INEGI, 22% han experimentado ciberacoso, una de las modalidades recientes de agresión contra la mujer.
En México es tradicional apostar por la legislación para resolver los problemas. La salud, la vivienda, la calidad educativa, la protección al medio ambiente, entre otros asuntos, se pretenden resolver desde la Constitución y las leyes. No está mal, pero si las decisiones legales no se acompañan de políticas públicas, de instituciones consecuentes y de socialización del cambio, muy poco puede lograrse. México, campeón en las intenciones y fracaso en los resultados.
A la mujer no le ha ido mal en los cargos más elevados de la política. Hay una mujer en la presidencia de la República y en la del partido gobernante; hasta hace unos meses —antes de la defenestración judicial—, hubo una mujer en la presidencia de la Corte; mujeres en las presidencias de las mesas directivas y paridad en la integración de las Cámaras federales y del gabinete, y 13 mujeres gobernadoras. Esta presencia no se reproduce en los órganos de decisión del sector privado. Las mujeres continúan siendo la excepción en la dirección de empresas y en la integración de sus órganos de gobierno. Lo peor —injusto y pernicioso— está en la base: como reconoce el informe, en México la participación laboral femenina es una de las más bajas entre países comparables.
A pesar de los lances retóricos, el cambio que realmente importa no se ha dado. De nada sirve la integración paritaria en el gabinete si ese gobierno destruye la infraestructura de las mujeres trabajadoras que son madres, y promueve como candidato a gobernador a un violador. El mismo expresidente que se proclamaba adalid de la equidad, durante la pandemia afirmaba que correspondía a las mujeres cuidar a los enfermos, que lleva implícito un prejuicio sobre su función y lugar en la sociedad. Además, no se abordan temas fundamentales como el embarazo temprano, la violencia y el abuso contra la mujer en el entorno familiar, o el aumento de madres solteras y mujeres abandonadas que deben sacar adelante a sus familias.
Más grave aún es la perversión de figuras legales o judiciales supuestamente en beneficio de la mujer. En este año, el país ha sido testigo de cómo la impunidad ha ganado terreno frente al ejercicio periodístico o la libertad de expresión, mediante acciones legales que invocan frenar la violencia política de género: un caso inequívoco de extorsión judicial. Los ejemplos se repiten en instancias judiciales locales y federales, como en el Tribunal Electoral.
Algo semejante ocurre en los estados donde gobernadores pretenden dejar a sus esposas en el poder, reelección conyugal (Alfonso Zárate dixit). No se trata de promover a la mujer, sino a la esposa; no es iniciativa de un ciudadano, sino del gobernador. La presidenta Sheinbaum está en contra, pero su aliado Ricardo Gallardo de San Luis Potosí logró la aprobación de una reforma que establece la alternancia de género. Samuel García, de Nuevo León, intenta algo similar, aunque no cuenta con mayoría y difícilmente lograría el cambio legal. La alternancia de género excluye a la mitad de la población del derecho a ser votada. Una aberración que el feminismo antidemocrático, variante del populismo, introduce en la vida pública.
Es momento de responder a lo fundamental y dejar de permitir que el poder manipule principios o instituciones en nombre del género, mientras el país registra una penosa persistencia de misoginia excluyente, violenta y hasta delictiva.



