En un mundo cada vez más atrapado en la vorágine de conflictos interminables y discursos polarizantes, el mensaje emitido el pasado domingo por el recién ungido Papa León XIV desde el corazón del Vaticano, no puede —ni debe— pasar desapercibido. “¡Nunca más guerra!”, exclamó con firmeza ante miles de fieles reunidos en la Plaza de San Pedro. No fue un discurso largo, ni revestido de retórica eclesiástica compleja; fue, más bien, una exhortación clara y urgente que interpela no solo a las conciencias individuales, sino a los líderes de las naciones y a las estructuras del poder global.

No se trató de una simple invocación religiosa. El mensaje del nuevo pontífice, en su primer pronunciamiento público como jefe de Estado y cabeza de la Iglesia Católica, fue un posicionamiento político —en el mejor y más noble sentido del término—, una declaración de principios que se alza por encima de ideologías, alianzas militares o intereses geoestratégicos.

El clamor de León XIV no es nuevo en la historia del papado, pero sí adquiere una relevancia especial en el contexto actual. Como bien lo han hecho antes Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco, el nuevo sucesor de Pedro se suma a esa tradición de denuncia ética frente al horror bélico. Pero hoy, con Gaza reducida a ruinas, con Ucrania atrapada en un conflicto que desangra no solo territorios sino conciencias, y con otras regiones como Sudán, Myanmar o Yemen al borde del colapso humanitario, el llamado “Nunca más guerra” se convierte en una necesidad moral impostergable.

La verdad incómoda es que hemos asistido a una peligrosa normalización de la guerra. Se ha vuelto “aceptable”, incluso “racional”, debatir en ciertos foros internacionales sobre la pertinencia de continuar o escalar conflictos, como si el sufrimiento humano pudiera cuantificarse o negociarse. En medio de esta tendencia preocupante, la voz del Papa León XIV irrumpe como una bofetada a la indiferencia, como un recordatorio de que la verdadera política no es la que negocia cadáveres, sino la que previene que ocurran.

No se trata, por supuesto, de una ingenuidad romántica. Pedir paz en un mundo en llamas no es un gesto pueril ni una consigna vacía. Es, por el contrario, un acto de profundo realismo moral. Porque quienes han vivido de cerca la guerra —los desplazados, los mutilados, los huérfanos— no necesitan teorías, sino soluciones. Y esas soluciones no vendrán de más armas ni de más sanciones, sino de procesos auténticos de diálogo, justicia restaurativa y reconstrucción del tejido social.

Las columnas más leídas de hoy

Resulta evidente que León XIV comprende la magnitud del reto. Y no rehúye su responsabilidad. Desde el inicio de su pontificado, ha optado por una línea pastoral decididamente comprometida con las periferias, con los olvidados, con quienes son víctimas del abuso del poder y la indiferencia estructural -por más que haya quien se fije que no usa los mismos zapatos viejos que el papa Francisco o que salió al balcón ataviado con la elegante indumentaria de Benedicto XVI-. Sus palabras no buscan complacer a los poderosos, sino confrontarlos con su deber moral. Al mencionar directamente a Gaza y Ucrania —dos heridas abiertas del planeta— el Papa no toma partido en un sentido geopolítico, sino que denuncia lo inaceptable: el sufrimiento de los inocentes, la instrumentalización de la vida humana, la deshumanización sistemática.

En este contexto, quienes ocupan posiciones de poder —desde mandatarios hasta legisladores, desde empresarios hasta comunicadores— deben asumir su cuota de responsabilidad. Callar ante la injusticia es perpetuarla. Ignorar los llamados a la paz es volverse cómplices de la barbarie. Por ello, el eco de “¡Nunca más guerra!” no puede limitarse a una plaza ni a una homilía. Tiene que traspasar fronteras, generar debates, inspirar políticas públicas y movilizar voluntades.

El Papa León XIV ha planteado una ruta que trasciende lo religioso. Se trata de una visión humanista que coloca a la persona en el centro. Y eso, más allá de credos, debería ser un punto de convergencia para toda sociedad democrática. Porque sin dignidad, sin justicia y sin memoria, no hay paz posible.

Los expertos en relaciones internacionales dirán que el mundo es demasiado complejo como para responder a un llamado moral. Pero la historia demuestra que las grandes transformaciones nacen precisamente de esas voces que se atreven a decir lo que otros callan. La caída del Muro de Berlín, el fin del apartheid, los avances en derechos civiles, todos ellos fueron precedidos por voces proféticas que incomodaron al sistema.

Así también, este grito de León XIV puede ser la chispa que despierte a un mundo anestesiado. Pero para que eso ocurra, no basta con aplaudirlo o repetirlo. Hace falta comprometerse. Hace falta actuar. Hace falta que los ciudadanos exijan a sus gobiernos decisiones coherentes con la paz. Hace falta que los medios no normalicen el horror. Hace falta que la comunidad internacional, tantas veces inerte o selectiva, recupere su sentido de propósito.

En suma, el mensaje de León XIV no es un consuelo espiritual para tiempos difíciles. Es una hoja de ruta. Es una exigencia ética. Es un compromiso que debe asumirse con valentía.

Porque si permitimos que “Nunca más guerra” se convierta en una frase hueca, si volvemos la vista mientras se multiplican las víctimas, si dejamos que el poder siga dictando su ley desde el miedo y no desde la justicia, entonces seremos todos responsables. Y no habrá indulgencia posible ante nuestra omisión.

El Papa ha hablado. El mundo, ahora, tiene la palabra.

Sin embargo, cabe preguntarse: ¿será escuchado este llamado? ¿Responderán las potencias con responsabilidad o con el ya habitual cinismo diplomático que disfraza de “legítima defensa” o “interés nacional” lo que en realidad es codicia geopolítica?

X: @salvadorcosio1 | Correo: Opinión.salcosga23@gmail.com