Ante la caída de las religiones tradicionales, el siglo XXI está contemplando el nacimiento de nuevos cultos religiosos con un carácter laico e imbuidos en el más aberrante misticismo sentimental. La vieja frase del Principito (sólo con el corazón se ve bien, lo esencial es invisible a los ojos) se ha convertido en el lema del sentimentalismo ignorante del siglo XXI. Así, en los últimos años se ha visto un auge notable del animalismo: desde campañas para reconocer la farsa de los derechos animales hasta la explosión de la llamada “pet culture”.

Muchos hogares, con nulos conocimientos de biología, humanizan a sus mascotas al punto de considerarlas “hijos de cuatro patas”, basta observar el fenómeno del pet parenting, donde el 72% de los millennials prefiere tener mascotas en lugar de hijos. Esta tendencia de la ignorancia mundial refleja una redefinición de la familia y de las prioridades afectivas, con perros y gatos ocupando el lugar central que antes tenían los niños. Incluso figuras públicas han exhibido este cambio: recordemos los lujos insólitos de celebridades, sin el mínimo de educación formal, como Paris Hilton, quien llegó a pagar 325.000 dólares por una mansión para sus perros con muebles de lujo incluidos.

Tales ejemplos muestran hasta qué punto se ha instalado una obsesión por las mascotas en la vida cotidiana. La pregunta es: ¿esta ola de empatía hacia los animales es una señal de progreso moral, o más bien un caso de sentimentalismo ignorante y excesivo que oscurece principios éticos fundamentales?

No cabe duda de que rechazar el abuso humano hacia los animales es un signo de sensibilidad moral valiosa. La sociedad posmoderna, escandalizada por el maltrato animal, ha impulsado leyes de protección e iniciativas para el bienestar animal. Sin embargo, el animalismo contemporáneo a menudo va más allá de condenar la crueldad, propone equiparar la condición moral de animales y humanos, diluyendo fronteras de especie y atribuyendo a los animales un estatus prácticamente humano. Es aquí donde surgen elementos problemáticos que merecen una mirada crítica.

En nombre de una compasión artificial y manipuladora, que pone por delante el “bienestar” de sólo dos especies (perros y gatos) se cae en falacias filosóficas, en un sentimentalismo superficial y en la más grande ignorancia científica que, lejos de honrar a la naturaleza o la ética, termina sirviendo a los intereses del mercado.

Las columnas más leídas de hoy

Uno de los pilares del discurso animalista radical es la insistencia en una igualdad esencial entre todas las especies. Se suele argumentar que, puesto que muchos animales son capaces de sentir dolor, alegría o miedo, deben tener derechos y consideración moral iguales a los de cualquier humano. La presidenta de PETA, Ingrid Newkirk, resumió esta idea con una frase provocadora: “cuando se trata de dolor, amor, alegría, soledad y miedo, una rata es un cerdo es un perro es un niño”. Esta visión equipara la vida de un animal con la de un ser humano, proponiendo que no hay diferencias moralmente relevantes entre, digamos, un niño y un cerdo. Sin embargo, ¿es válida esta premisa o incurre en una falsa igualdad interespecie?

Desde una perspectiva filosófica clásica, la igualdad absoluta entre humanos y animales es una simplificación baladí que pasa por alto diferencias cualitativas y ontológicas. Kant sostenía que la moralidad se fundamenta en la razón práctica y la autonomía. Para él, solo los seres racionales son capaces de regirse por leyes morales que ellos mismos se dictan; por ello son fines en sí mismos. Los animales, por carecer de esa racionalidad autónoma, no pueden ser considerados sujetos morales al mismo nivel que las personas: son felizmente amorales por naturaleza.

En palabras simples: la inteligencia y la voluntad libres constituyen un salto cualitativo insalvable entre humanos y animales. El ser humano se diferencia de los animales en especie, no solo en grado. Por eso, afirmar una igualdad de “derechos” calcada entre humanos y demás animales es conceptualmente erróneo.

Sujeto de derecho es solo la persona, escribía un crítico, pues únicamente ella –dotada de racionalidad y conciencia moral– puede ser responsable de sus actos y merece mérito o dignidad en sentido pleno. En cambio, tratar a un animal exactamente como a un ser humano termina por desnaturalizar al propio animal: al “humanizarlo” le hacemos perder su identidad animal, lo cual, paradójicamente, es sin duda alguna el peor de los maltratos.

@RubenIslas3