En el contexto del intento de renovación del PAN iniciado, según ha dicho Jorge Romero, el sábado pasado, conviene recordar algunos de los rasgos distintivos que han caracterizado al partido desde su fundación hacia finales de la década de los treinta.
La idea fundamental de Manuel Gómez Morín y de los mexicanos que le siguieron fue la de iniciar un movimiento político que tuviese el objetivo principal de presentar una alternativa ciudadana con posturas ideológicas contrastantes en relación con aquellas del régimen gobernante.
Se recordará que en aquellos años el PRI – PNR, a la sazón – se había consolidado como un partido de Estado que reunía en torno suyo no solamente a los caudillos del movimiento revolucionario de principios de siglo, sino a un sinnúmero de organizaciones. Más tarde, con su propia “institucionalización” el partido oficial contó con el apoyo tácito de sindicatos y gremios cuya alianza con el PRI-gobierno hizo posible la obtención de prebendas y otros beneficios políticos bajo el acuerdo de que fuesen responsables de movilizaciones electorales en favor del partido oficial.
El PAN en realidad estuvo condenado a muerte desde su propia concepción. Nadie se habría imaginado en las décadas de los cuarenta, cincuenta, sesenta o setenta que ese partido formado por ultraderechistas reaccionarios católicos archienemigos del nacionalismo revolucionario pudiese ocupar un mínimo espacio en la vida pública mexicana.
Sin embargo, derivado de la apertura democrática, de la erosión de la legitimidad del PRI provocada por el autoritarismo y las crisis económicas, así como consecuencia de los vientos modernos llegados desde fuera, el PAN comenzó a abrirse espacios; particularmente a raíz de tres sucesos: la victoria de Ernesto Ruffo en Baja California en 1989, la pérdida por parte del PRI de la mayoría en la Cámara de Diputados en 1997 y el triunfo de Vicente Fox en 2000.
Hoy Acción Nacional se enfrenta a una realidad no muy lejana de aquella de 1939. Tiene frente a sí a un partido de Estado encaminado a la instauración definitiva de un régimen constitucional autocrático dispuesto a echar mano de todos los recursos públicos para conservar el poder; trátese a través de reformas dirigidas a derribar la independencia del poder judicial, o según se anticipa, hacia una reforma electoral que tirará a la papelera décadas de éxitos democráticos alcanzados por los mexicanos a través de instituciones como el INE.
A pesar del vaticinio sombrío, también se asoman imágenes más alegres que aquellas de 1939. La irrupción de las tecnologías de la información y los cuestionamientos que se hacen en torno al actuar del gobierno y de la clase política han hecho obligatoria una mayor transparencia, a la vez que la sociedad civil mexicana luce menos dispuesta a tolerar el despotismo del PRI de antaño.
¿Podrá Acción Nacional, nuevamente erigido en primer partido de oposición en México, lograr la hazaña de la transición democrática? ¿Se puede anticipar algún cambio rumbo a 2027 o se deberá esperar largas décadas como en los tiempos del PAN de Gómez Morín, Luis H. Álvarez y Carlos Castillo Peraza? Al tiempo.