Han pasado más de cinco décadas desde aquella tarde de sangre en la Plaza de las Tres Culturas, cuando el gobierno de Díaz Ordaz respondió con balas a las voces jóvenes que exigían libertad y justicia. Desde entonces, el 2 de octubre de 1968 se convirtió en símbolo y herida nacional, una fecha que marcó el despertar político de una generación y la desconfianza permanente hacia el poder.

Sin embargo, con el paso de los años, la memoria legítima del movimiento estudiantil ha sido secuestrada por quienes viven de ella, los que cada octubre resurgen como guardianes del dolor, no para honrarlo, sino para capitalizarlo políticamente o lucrar con su narrativa. Lo que alguna vez fue clamor por democracia, hoy se diluye entre pancartas anacrónicas, discursos oportunistas y grupos que hacen del resentimiento su modo de vida.

Muchos de los verdaderos protagonistas de aquel movimiento hace tiempo murieron, o prefirieron el silencio digno antes que ver cómo su lucha se transformaba en una industria de conmemoraciones vacías, utilizada por líderes que jamás estuvieron allí, pero que cada año marchan bajo la consigna de “no se olvida” para mantener vigente su propio protagonismo.

El país cambió, las instituciones también, pero algunos prefieren anclarse al pasado porque les resulta más cómodo vivir del mito que construir el presente. Y aunque recordar es necesario, revictimizar la historia y manipularla como estandarte eterno de odio y rencor no honra a los caídos del 68, sino que los convierte en excusa perpetua para no avanzar.

México no debe olvidar, pero tampoco puede quedarse detenido en el lamento. La verdadera justicia para Tlatelolco no está en las marchas rituales ni en los discursos de revancha, sino en edificar una sociedad libre, crítica y justa, donde ningún gobierno vuelva a tener miedo de la voz de sus jóvenes, ni nadie pretenda vivir del recuerdo de su dolor.