La marcha del pasado 15 de noviembre dejó claro algo que al gobierno no le gusta reconocer: la inconformidad social ya no viene solo de la oposición tradicional, sino de una generación que creció bajo la promesa de un país más justo y más seguro, y que hoy ve cómo esa promesa se diluye entre cifras maquilladas y discursos triunfalistas. Fueron jóvenes —partidistas, apartidistas o simplemente hartos— quienes tomaron las calles para señalar un problema que ya no admite matices: la inseguridad se ha convertido en la constante más dolorosa del país.
Pese a los intentos de reducir la marcha a una maniobra política, el mensaje que enviaron miles de manifestantes tiene un peso que no puede ser desestimado. Que exista un trasfondo político es irrelevante frente a una realidad palpable: México sigue atrapado en una espiral de violencia que ningún gobierno ha logrado detener. La “esperanza” que ofreció Morena, esa narrativa casi mística con la que construyó su legitimidad, terminó siendo para muchos solo un espejismo.
Y es que Morena, que tantas veces apeló a la movilización social cuando era oposición, hoy parece incapaz de tolerar que la ciudadanía use las mismas herramientas para exigirle cuentas. La reacción del oficialismo fue desproporcionada, como si una marcha que exhibiera su fracaso en materia de seguridad representara una amenaza intolerable. Pero mientras con los manifestantes hubo fuerza, con el crimen organizado continúa la doctrina de los abrazos. Esa contradicción pesa, y pesa mucho.
A la dirigencia de Morena se le olvida con facilidad que ellos también marcharon para denunciar abusos y omisiones. Olvidan que las calles les dieron voz cuando estaban fuera del poder, y que fue la presión social la que nutrió su discurso de cambio. Hoy, instalados en el gobierno, parecen exigir un silencio complaciente que contradice los mismos principios que alguna vez dijeron defender.
Aunque no fue una marcha exclusivamente de la Generación Z, sí fue una expresión clara de ciudadanos —jóvenes, adultos, familias enteras— que ya no encuentran resultados en un gobierno que prometió transformar al país “de raíz”. La narrativa de que todo está mejor no alcanza a borrar los hechos: homicidios, desapariciones, extorsiones y territorios enteros dominados por el crimen organizado. La realidad contradice al discurso.
Paradójicamente, la izquierda que hoy gobierna repite y profundiza muchas de las prácticas que tanto criticó en el pasado. El combate a la corrupción, bandera principal del movimiento, hoy luce desgastado frente a los escándalos que involucran a personajes cercanos al poder y que rara vez encuentran una investigación seria. El discurso moralizante se desvanece cuando los casos incómodos terminan archivados o protegidos.
Morena insiste en diferenciarse del “PRIAN”, pero olvida que una parte significativa de sus cuadros proviene precisamente de ahí. Las viejas prácticas —encubrimiento, contratos directos, pactos en lo oscuro— no solo persisten: se han normalizado al amparo de un aparato que ha debilitado las instituciones que garantizaban transparencia. En vez de fortalecer contrapesos, este gobierno decidió desmantelarlos.
La conclusión es inevitable: Morena no escapó del sistema que juró combatir; más bien se integró a él con naturalidad. La promesa de una nueva forma de gobernar quedó atrapada entre contradicciones y viejos vicios. Y si algo mostró la marcha del 15 de noviembre es que la ciudadanía —especialmente los jóvenes— ya no está dispuesta a aceptar narrativas vacías. Porque la esperanza no se impone: se sostiene con resultados, y esos, hoy, simplemente no están.



