México atraviesa una etapa donde la polarización dejó de ser efecto colateral para convertirse en industria. La furia no es accidente: es insumo. El enojo no es reacción: es estrategia. La confrontación no es falla: es modelo de negocio. Plataformas, operadores, consultoras y voces digitales encontraron en el conflicto su fuente de ingresos. Cada ataque mueve métricas. Cada choque genera audiencia. Cada disputa se convierte en capital. El país vive en un ecosistema donde el ruido domina, la verdad retrocede y la conversación pública se deforma para alimentar un mercado que solo crece en la medida en que el conflicto lo haga.
Primero. La conversación nacional dejó de organizarse alrededor de hechos para hacerlo alrededor de impulsos. Lo que indigna corre más rápido que lo que explica. Lo que altera se comparte más que lo que informa. El algoritmo captó la receta: premiar el enojo, castigar el matiz. Lo estridente sube. Lo razonado cae. La gente no busca datos: busca confirmación emocional. La verdad se vuelve lenta y pesada; la furia se vuelve ligera y viral. Cada mensaje incendiario genera alcance porque activa la parte más impulsiva del usuario. Este mecanismo se repite, se amplifica y se monetiza. Los actores públicos lo saben y lo aprovechan: lanzan frases cortas, provocaciones calculadas, golpes que encienden la conversación. Ya no hablan para convencer; hablan para encender. Hablan para dividir. Hablan para que el algoritmo los premie. Así nace un ciclo corrosivo: más polarización, más tráfico; más tráfico, más dinero; más dinero, más incentivos para elevar el tono. El país entra en un estado de irritación permanente. La gente vive saturada, tensa, activa, atrapada en un ecosistema que no informa, sino altera. La esfera pública queda secuestrada por la lógica de la reacción. El debate muere. El ruido manda.
Segundo. De este clima emerge una generación de figuras que viven de la confrontación. No necesitan rigor ni contexto. Les basta el impacto. No explican: golpean. No construyen: incendian. No contrastan: exageran. Su autoridad no se mide en solvencia intelectual, sino en alcance. Cuantos más pleitos crean, más crecen. Cuanto más radicalizan, más ganan. Son los nuevos intermediarios del enojo. Marcan temas. Instalan marcos. Imponen ritmos. Controlan conversaciones. Y lo hacen sin reglas. No tienen responsabilidad editorial. No corrigen errores. No rinden cuentas; no enfrentan escrutinio. Operan con la libertad del anonimato y con la protección del algoritmo. Las plataformas los impulsan porque generan permanencia. La política se adapta a ellos porque no quiere quedar fuera del radar. Los partidos los imitan porque no toleran perder atención. Los gobiernos los observan con cautela porque su capacidad de daño es real. Este poder digital, no regulado y no electo, se convierte en actor central del clima político. Un actor que no busca acuerdos, sino choques. No busca puntos medios, sino fracturas. No busca diálogo, sino viralidad. Y en ese terreno, la democracia queda expuesta: pierde capacidad para deliberar, pierde espacio para matizar, pierde control sobre la agenda.
Tercero. La política mexicana ya no actúa para resolver, sino para obtener impacto. Las campañas se construyen en torno a emociones extremas. Los discursos se redactan para provocar, no para proponer. Las declaraciones se lanzan para romper la calma, no para informar. Cada actor participa en una contienda donde lo importante no es el fondo, sino el alcance; no es la idea, sino el golpe; no es la estrategia, sino el escándalo. La gestión pública queda atrapada en esta lógica. Los gobiernos reaccionan al trending topic en lugar de atender lo urgente. Las oposiciones no plantean alternativas: buscan incendiar. Las instituciones operan bajo presión digital constante. La agenda pública se vuelve inestable, volátil, frágil. Cualquier polémica artificial puede desplazar asuntos reales. Cualquier campaña de ruido puede marcar el ritmo de decisiones importantes. La negociación se demoniza. El acuerdo se sospecha. El diálogo se percibe como debilidad. El país vive bajo una tensión crónica donde cada actor teme quedarse fuera de la conversación, aunque esa conversación destruya la posibilidad de gobernar. Y mientras tanto, la crispación crece, la confianza cae, la ciudadanía se cansa y los problemas profundos se agravan sin solución. La política deja de pensar porque tiene miedo del silencio. Y un país donde la política deja de pensar queda a merced del ruido.
Un país que convierte su enojo en industria termina convertido en rehén de su propia furia. Cuando la polarización se vuelve capital, la verdad se vuelve estorbo. Cuando la confrontación se vuelve negocio, la razón se vuelve irrelevante. Cuando el algoritmo dicta el tono, la democracia pierde su voz y pierde su sentido.
México no puede seguir entregando su conversación pública a la lógica del escándalo. Porque una democracia dominada por el ruido no solo se desgasta: se desmorona. Y cuando el ruido sustituye al diálogo, el país deja de avanzar para empezar a romperse.
Ese es el riesgo. Y ese es el punto: si el enojo manda, la democracia cae. Y cae sin que nadie escuche el golpe. Así las cosas.
Ernesto Villanueva en X: @evillanuevamx
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