La Ciudad de México va a la deriva. Siempre al borde de la asfixia. La profecía de Arenas late como un presagio genético: nos brotarán escamas. Porque aquí, sobrevivir es adaptarse. El caos es nuestra firma de autor, pero un caos singular, vestido de belleza milenaria. Un pandemónium adornado con las joyas de los siglos. Si alguna vez fue el polvo, hoy es la basura. Nunca fuimos un santuario, pero al menos nos creíamos a salvo del desgarramiento permanente que azota al resto del país.

Durante décadas nos jactamos de ser la excepción. No había magnicidios. El eco sangriento de Ruiz Massieu quedó lejos. El siglo XXI nos trajo cierta virtud. Mancera fue, acaso, el más mediocre; pero empeoró con decoro. Segundos pisos, metrobuses, líneas nuevas de metro, ecobicis, cablebuses, trenes interurbanos, autopistas elevadas, derechos progresistas, arte, cultura, diversidad, pluralidad. Nos convertimos en vitrina mundial, económica, artística e histórica. Pocas ciudades en el planeta podían exhibir más museos. Y nos lo creímos.

Pero luego vino el ocaso. Con la salida de Sheinbaum, se abrió la compuerta del desfonde. Llegaron la ignorancia y el fango. Una izquierda escandalosa, sin fondo ni sustancia. Vacía de todo, salvo de soberbia. Un populismo sostenido por el culto a la personalidad y la cancelación de cualquier disidencia. Una jefatura de gobierno producto de las cuotas de género, no del talento ni la preparación.

Hoy padecemos la consagración de la mediocridad como política pública. Una oda al absurdo y al cinismo intelectual. Desde que Groucho Marx decretó el oxímoron de la inteligencia militar, no habíamos escuchado una combinación tan violenta como esta: la Iztapalapa de las utopías.

La usurpación de los espacios públicos, la invasión de la informalidad, el crimen organizado infiltrado hasta la epidermis de la ciudad, la suciedad como paisaje permanente, la polución como atmósfera natural. Magnicidios recientes, ejecuciones, extorsiones. Mierda e ingobernabilidad. Una ciudad donde la inseguridad es la única hoja perenne en este árbol seco de la vida chilanga.

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Los incapaces desfilan grotescamente por el gobierno local. No pueden develar el reloj apocalíptico que marca nuestra desgracia reputacional. Y cuando la Copa del Mundo nos exhiba ante los ojos del planeta, seremos la postal de la descomposición urbana, el meme mundial del fracaso urbano.

Solo queda esperar. Esperar la utopía brugadista: proceso por el cual una metrópoli sucumbe a la anarquía populista, al desgobierno criminal y a la descomposición social más vulgar.

Ahí vamos. Y ni siquiera vamos rápido. Vamos directo.