Cuando una herramienta jurídica toca la fibra más delicada del Estado de derecho —ese frágil equilibrio entre seguridad y transparencia— cualquier prisa resulta mala consejera. Por eso, más allá del motivo que haya llevado a ello, terminó siendo acertado que se pospusiera la discusión del dictamen sobre los llamados jueces sin rostro, que figuraba en el orden del día del martes 9 de diciembre para su análisis en las comisiones de Justicia y de Estudios Legislativos del Senado de la República.
Pero el tema no puede evitar despertar inquietud. No es una discusión menor. Los jueces sin rostro —esa modalidad en la cual la identidad del juzgador queda oculta para protegerlo de represalias— despiertan de inmediato fantasmas, certezas incómodas y experiencias internacionales que deben revisarse con lupa. ¿Se convierten en un escudo necesario en contextos dominados por el crimen organizado? ¿O terminan siendo una puerta abierta a los abusos, la opacidad y la erosión de garantías básicas del debido proceso? La respuesta no es simple, pero tampoco hay margen para la ingenuidad.
Esta figura no es inédita ni producto de arrebatos legislativos recientes. Surge en América Latina durante las décadas más violentas: nacieron como un recurso extraordinario frente a organizaciones armadas que, en varios países, superaban al Estado en capacidad de intimidación. Colombia, Perú e incluso ciertas experiencias de Italia ofrecen un panorama lo suficientemente amplio para evaluar qué podría esperar México si se decide por este camino.
El caso colombiano quizá sea el más emblemático. Se instauraron jueces sin rostro a finales de los años ochenta y principios de los noventa, en el pico del narcoterrorismo. La medida permitió que procesos contra cabecillas del cartel de Medellín y de grupos guerrilleros avanzaran sin que los jueces fuesen asesinados antes de dictar sentencia. Sin esa herramienta, decían las autoridades de entonces, habría sido imposible sostener el combate jurídico contra estructuras criminales que dominaban territorios y que tenían infiltradas múltiples capas del Estado. El éxito, sin embargo, fue relativo: si bien se redujo el asesinato de juzgadores, también creció la crítica por procesos plagados de errores, testimonios fabricados y abusos contra personas inocentes que no tenían cómo defenderse frente a un juez cuyo rostro, nombre e incluso ubicación permanecían sellados.
A la larga, Colombia abandonó la figura al modernizar su sistema acusatorio y fortalecer órganos de protección judicial. Y lo que quedó claro es que la eficacia de los jueces sin rostro siempre dependió más del contexto y del acompañamiento institucional que del mecanismo en sí.
Perú vivió una experiencia aún más amarga. Durante la guerra interna con Sendero Luminoso, los jueces sin rostro se volvieron símbolo de una justicia rápida, secreta y, en muchos casos, injusta. Sirvieron para encarcelar a líderes terroristas, sí, pero también propiciaron condenas débiles que, con el tiempo, se vinieron abajo en cortes internacionales. Y lo peor: se consolidaron como una mala práctica que confundía mano dura con opacidad. El remedio contra el terror terminó erosionando la confianza en el Poder Judicial, porque cuando la justicia deja de ser visible deja también de ser reconocible.
En Italia, el uso fue distinto: durante las grandes operaciones antimafia, algunos jueces que llevaban casos de altísimo riesgo operaron bajo esquemas de anonimato parcial, pero nunca se institucionalizó como un modelo generalizado. Italia entendió que la protección debía centrarse en la seguridad física, logística y tecnológica del juzgador, no en ocultarlo. En otras palabras: reforzar al Estado, no esconderlo.
¿Y qué implicaciones tendría para México aceptar esta figura? El país vive niveles de violencia que efectivamente colocan a jueces y fiscales en situaciones de riesgo extremo, particularmente en regiones donde el crimen organizado domina. No es desconocido que juzgadores han sido amenazados, asesinados o presionados para liberar a detenidos o frenar procesos. Hablar de protegerlos no es un capricho: es una necesidad. Pero la pregunta es si la protección debe consistir en borrar su identidad o en fortalecer al Poder Judicial con recursos reales para salvaguardar su integridad.
Los jueces sin rostro pueden ser un remedio tentador, sobre todo cuando la urgencia por mostrar firmeza política presiona a los legisladores. Pero también son un riesgo sistémico. Con un juez anónimo se vuelve más difícil apelar, denunciar parcialidad o vigilar el debido proceso. Y en este contexto introducir opacidad en la impartición de justicia puede terminar de romper ese delicado pacto social que sostiene la legitimidad judicial.
Además, basta revisar los casos internacionales para tener claro que los jueces sin rostro rara vez representan una solución definitiva. Funcionan como curitas colocadas sobre heridas profundas: detienen el sangrado, pero no sanan el tejido. Y en ocasiones, cuando se mantienen demasiado tiempo, terminan infectando el sistema completo.
Resulta pertinente entonces el retraso en el Senado. No porque el país pueda darse el lujo de perder tiempo, sino porque cualquier modelo que toque derechos fundamentales —la publicidad de los juicios, la transparencia de los jueces, la capacidad de defensa de los imputados— debe aprobarse con plena conciencia de sus efectos. Si México sigue el camino colombiano, deberá asumir también la responsabilidad de crear controles y revisiones externas que eviten abusos. Si mira el caso peruano, entenderá que el riesgo mayor es caer en la tentación de ocultar debilidades institucionales bajo el velo del anonimato. Y si observa la experiencia italiana, comprenderá que proteger a los jueces es indispensable, pero que la mejor protección no es esconderlos, sino fortalecerlos.
Las declaraciones de Javier Corral respecto a mejorar la reglamentación pueden interpretarse de dos maneras: como auténtica cautela o como un intento de postergar un debate políticamente incómodo. Pero en cualquiera de los dos casos, es positivo que el análisis se tome con seriedad. La prisa, en estos temas, suele producir monstruos jurídicos.
México debe decidir si quiere un Poder Judicial blindado o un Poder Judicial escondido. Porque no es lo mismo. Blindar implica invertir, profesionalizar, garantizar rutas seguras, dar autonomía real y combatir la infiltración criminal desde sus raíces. Es un trabajo costoso, lento y políticamente menos vistoso. Esconder, en cambio, es rápido y barato: basta con tapar identidades y esperar que eso intimide a los delincuentes. Pero la historia ya demostró que no funciona así.
Ojalá febrero de 2026 no llegue con una decisión tomada al vapor. Ojalá el Senado entienda que la justicia no puede renunciar a su rostro sin perder parte de su alma. Porque si bien los jueces necesitan protección, la sociedad necesita verlos. Ver que existen, que actúan, que deliberan, que rinden cuentas. Un juez sin rostro puede ser una tabla de salvación en medio de una tormenta, pero también puede convertirse en un símbolo inquietante: el de un Estado que ya no se muestra porque tiene miedo.
Y cuando el Estado tiene miedo, el crimen ya ganó demasiado terreno.


