El Paquete Económico 2026 entregado por la Secretaría de Hacienda al Congreso de la Unión incluye un nuevo “impuesto saludable”: un gravamen del 8% a los videojuegos con contenido violento. La medida, en apariencia modesta, tiene un trasfondo que merece mayor reflexión.
El gobierno justifica el impuesto en términos de salud pública, bajo el mismo paraguas con el que se grava al tabaco, al alcohol o a las bebidas azucaradas: productos que, aunque legales, afectan a la población y generan externalidades negativas que requieren compensación social. En este caso, el efecto esperado es doble: desincentivar el consumo de videojuegos violentos y al mismo tiempo generar recursos —unos 183 millones de pesos en 2026— que se dirigirán a fondos de salud.
La lógica detrás de este gravamen no se agota en el terreno de la salud. Tiene resonancia en un fenómeno mucho más alarmante: el reclutamiento forzado de adolescentes por parte del crimen organizado. La fractura del Cártel de Sinaloa el 9 de septiembre de 2024 detonó una ola de violencia en todo el país y, con ella, un recrudecimiento de las tácticas de captación digital.
Plataformas como Free Fire o Call of Duty, así como redes sociales como TikTok e Instagram se han convertido en canales fértiles para enganchar a jóvenes con promesas de empleo, dinero fácil o pertenencia a una comunidad. Los casos recientes en Chihuahua, Jalisco o Sinaloa —jóvenes de 16 o 17 años reclutados, desaparecidos o ejecutados— revelan la magnitud de la crisis.
El punto neurálgico es que quienes más tiempo pasan inmersos en estos contenidos son precisamente los jóvenes en situación de vulnerabilidad económica y social: aquellos que enfrentan precariedad laboral, soledad afectiva y falta de cohesión comunitaria. La ecuación es perversa: mientras el ocio digital en contextos de violencia normalizada afila habilidades combativas y aniquiladoras, el crimen organizado ofrece un escenario “real” para ponerlas en práctica. Carne de cañón barata para una guerra interminable.
De ahí que encarecer los videojuegos violentos, aunque no resuelva el problema de raíz, se vuelve una medida simbólica y estratégica. Inaccesibles para los bolsillos más frágiles, estas horas frente a la pantalla —que pueden transformarse en pasarela de captación— se reducen, y con ello, uno de los espacios de enganche más explotados por los cárteles.
Sin embargo, la reflexión no debe quedarse en lo superficial. Es sabido que el reclutamiento forzado afecta de manera agravada a quienes buscan empleo, sustento o un sentido de pertenencia. Y también es cierto que el sistema de justicia penal para adolescentes funciona como un incentivo perverso para las organizaciones criminales: un menor de 18 años, aun si comete los crímenes más atroces, no puede pasar más de cinco años en prisión. Esta impunidad estructural convierte a los jóvenes en el eslabón más codiciado de la cadena criminal.
El impuesto a los videojuegos violentos debe leerse, entonces, como parte de una estrategia más amplia que incluye programas sociales para jóvenes, inversión en educación y empleo, y vigilancia digital de redes criminales. La pregunta política es si este impuesto será suficiente para disuadir el consumo o si es apenas el inicio de un proceso que, como ocurrió con el tabaco y el alcohol, terminará en tasas mucho más altas con tal de impedir que los sectores más vulnerables se conviertan en presa fácil.
La lógica de fondo es económica y simbólica: toda alegoría de violencia, ya sea en la música, los videojuegos o cualquier producto cultural, debería contribuir a financiar al Estado en su tarea de combatir esas mismas representaciones letales. Porque lo que consumimos también nos consume, y es hora de que ese círculo vicioso empiece a costar caro a quienes lucran con la violencia.