Ha sentado muy mal la decisión de la alcaldesa Alessandra Rojo de la Vega de ordenar el retiro de las estatuas de Fidel Castro y del Che Guevara de un espacio público en la colonia Tabacalera de la Ciudad de México. Un buen número de mexicanos autodefinidos de “izquierda” (según su propia interpretación del concepto) han alzado la voz para denunciar a Rojo de haber actuado como dueña de la delegación.

Rojo, por su parte, justificó su decisión con argumentos jurídicos. Muy pocos se lo han creído. En realidad se ha tratado, a mi juicio, de un acto propagandístico dirigido a capturar la atención de la prensa, y aun más, derivado de una postura ideológica abrazada legítimamente por la alcaldesa.

El asunto sí que tiene relación con la estatua de Cristóbal Colón que engalanaba la glorieta del mismo nombre en Reforma. Claudia Sheinbaum ordenó que fuese retirada como parte de una estrategia de polarización dirigida contra la herencia hispánica y a atizar las diferencias entre los mexicanos; en detrimento de la identidad mestiza de la nación.

Ambos actos han sido despropósitos. Por un lado el México posrevolucionario se sintió en buena medida identificado con la revolución cubana. Fue un elemento, se recordará, del discurso del PRI, así como un motivo de discordia con Estados Unidos a partir de los ochenta sesenta.

El caso de la estatua de Colón comparte rasgos. No obstante el discurso de la cuatroté, la nación mexicana debe un rasgo de su identidad mestiza a la colonia española, reflejada en el homenaje a personajes que como Colón simbolizan el encuentro de dos mundos.

En suma, los políticos mexicanos del presente, enzarzados en disputas ideológicas, han decidido hacer de las estatuas objetos de estrategias discursivas que difícilmente conducirán a la sanación de las profundas heridas dejadas por las injusticias del pasado.