Conocí a María Elena Álvarez-Buylla Roces cuando llegó primero al Conacyt, que se transformó en Conahcyt y ahora en Secihti. Su llegada supuso un parteaguas histórico. Se trató de una reforma estructural que desmanteló décadas de complicidades, de clientelismo académico y de privilegios que se ocultaban bajo la apariencia de ciencia. El precio que conlleva reformar siempre resulta elevado; sin embargo, el costo de mantenerse en silencio ante la injusticia lo supera con creces. Elena aprovechó su oportunidad y circunstancia para hacer un giro radical. Véase si no.

Primero. En efecto, un cambio sustantivo fue la desaparición de 91 fideicomisos que no encontraban sentido en el derecho y sí muchas dudas: ¿Por qué fideicomisos? ¿Será porque son opacos, resistentes a la rendición de cuentas y pueden destinar recursos a objetivos inciertos?

Quién no recuerda cómo en la lógica del mundo al revés los pobres subsidiaban a los ricos. Ahí están como ejemplos. Los “apoyosa empresas bajo “la innovación”, aun cuando los proyectos eran triviales y no había nada de gran aliento. Qué decir de la inversión popular en empresarios de “pizzas”. Ese modelo se erigía como la antítesis de lo que debería ser una política de ciencia y tecnología con visión de Estado.

La administración de Elena decidió cerrar ese esquema, impulsada por una convicción ética: los recursos públicos pertenecen al pueblo, no a círculos cerrados de poder académico o empresarial.

Desmantelar esos fideicomisos no fue una estrategia improvisada ni un mero capricho ideológico; fue la consecuencia de una auditoría minuciosa, llevada a cabo junto a la Secretaría de Hacienda, la entonces Secretaría de la Función Pública y la Auditoría Superior de la Federación, que puso al descubierto duplicidades, gastos sin justificación y estructuras jurídicas desprovistas de control o motivo razonable. Los que se beneficiaban percibieron una amenaza a sus ventajas y, por ende, a su influencia.

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La defensa del modelo anterior se disfrazó bajo la rúbrica de “crítica al autoritarismo”, “ataque a la ciencia libre” o “destrucción de la comunidad científica”. Al fin y al cabo, lo que verdaderamente se ponía en juego no era la ciencia, sino el control del dinero y el prestigio.

Segundo. En ese clima de transformación, ciertos sectores del periodismo se convirtieron en auténticos megáfonos de la desinformación. En vez de cotejar los hechos, se limitaron a difundir versiones sin ningún respaldo. Se dieron a conocer notas que dejaban entrever irregularidades en la gestión de Álvarez‑Buylla. Se mencionaban supuestos desvíos, contratos poco claros y un clima de favoritismo y muy rara vez se contrastó la fuente, el contexto o el propio contenido.

Lo cierto es que ninguna investigación formal ha encontrado conexión alguna entre ella y prácticas indebidas. En uno de los fideicomisos, hoy extinto, surgió una disputa menor con un proveedor; el asunto fue gestionado, se subsanó y los funcionarios implicados fueron relevados de sus cargos. Elena no aparece ni en el proceso ni en los informes oficiales. Y de ahí el escándalo fabricado artificialmente.

En la era de la posverdad, la fachada desplaza a la sustancia; lo que importa es más lo que parece que lo que es. Una simple insinuación bastó para engendrar una narrativa. El problema no se circunscribe a la falsedad. También abarca una carencia de rigor.

En definitiva, supone la renuncia al principio básico del periodismo: la verificación previa a la publicación. Cuando los medios equiparan sospecha con hecho, no solo lesionan a una persona, sino que también minan la confianza colectiva en la verdad. En este caso, la presión mediática tomó el papel de la justicia. Los documentos de observación de la ASF fueron sacados de su contexto, creando la apariencia de un caso que, en realidad, nunca existió.

Tercero. A Elena no le perdonan que haya antepuesto el interés público, a los intereses privados, que haya privilegiado medidas para reducir la brecha entre quienes menos tienen oportunidades en las regiones más alejadas del país y quienes viven en las principales ciudades del país, que haya creado programas científicos y tecnológicos destinados al aquí y al ahora con una tónica de reivindicación social, los denominados Pronaces, y así un largo etcétera.

Por atreverse a hacer lo que nadie había hecho a Elena la juzgan y condenan tribunales mediáticos como si no existiera el principio de igualdad ante la ley, la presunción de inocencia y el patrimonio moral de ella y de su familia. La reputación, que había sido tallada durante decenios de trabajo científico, quedó en entredicho por intereses ajenos a la verdad. El ataque, a su vez, destapa una inquietud más profunda: la tenue solidez de la ética informativa. En un escenario donde la información se propaga como pólvora antes de ser contrastada, el periodismo se arriesga a transformarse en un instrumento de persecución moral.

Mi solidaridad con Elena Álvarez‑Buylla y su familia. Su experiencia nos recuerda que la posverdad puede aniquilar una reputación con la misma rapidez con la que una mentira se propaga.

No se puede usar la libertad de expresión y la libertad de información como pretextos para relegar la verdad a un segundo plano. En una democracia, el periodismo tiene que aferrarse a la evidencia y alejarse del rumor; abrazar el escrutinio en vez de lanzarse a la cacería.

Elena asumió el alto costo de reformar un sistema y, de manera paradójica, ese mismo sacrificio se erige como testimonio de la inmensidad de su labor: logró que la ciencia mexicana recobrara su sentido público, ético y nacional. Porque lo que está en juego no es únicamente su nombre, sino la propia esencia de la verdad que permea la vida pública.

Hoy, defenderla no es un gesto de amistad; es una expresión de coherencia cívica ante un modelo de comunicación que confunde la libertad con la irresponsabilidad y la crítica con el desprestigio interesado.

@evillanuevamx

ernestovillanueva@hushmail.com