Refutaciones Políticas

En nuestra época, el término populismo se emplea de forma peyorativa, asociado a demagogia, tiranía o irracionalidad. Sin embargo, en su sentido más esencial apunta al principio fundamental y básico de la democracia republicana: la soberanía popular o ciudadana.

Desde los orígenes del pensamiento político moderno, numerosos filósofos han sostenido que la autoridad legítima emana del pueblo y no de élites autoproclamadas. Rousseau, por ejemplo, defendió que la voluntad general del pueblo es la fuente suprema de la ley, y rechazó la noción de que esa voluntad pudiera transferirse o delegarse a un representante que mandase sobre la ciudadanía. Para Rousseau, entregar el propio derecho de gobernarse a otra persona o élite equivalía a una forma de esclavitud moral, pues implicaba abdicar de la autonomía ciudadana. De ahí su famosa crítica a la representación política: “tan pronto como un pueblo se da representantes, deja de ser libre”, frase que sintetiza su convicción de que la democracia genuina requiere que el pueblo mismo –y no una minoría– dicte las leyes bajo las que vive. En la práctica, incluso las repúblicas modernas con sistemas representativos deben su legitimidad a ese principio rousseauniano: el pueblo es soberano, y los gobernantes, simples mandatarios temporales de la voluntad popular.

La reivindicación de la primacía del pueblo frente a las élites también fue central en la Ilustración tardía y el Romanticismo político. Herder, precursor del nacionalismo cultural, sostenía el principio de la soberanía nacional, según el cual “la nación (es decir, el pueblo) es la única base legítima para el Estado”. Para él, cada pueblo posee un espíritu colectivo (volksgeist) y un destino propio; ningún monarca ilustrado ni burocracia cosmopolita puede arrogarse la autoridad de decidir por encima de la voluntad nacional. En otras palabras, el Estado obtiene su legitimidad de la adhesión y la identidad común del pueblo, no de la razón ilustrada de unas élites iluminadas. Esta idea –que la legitimidad política brota de la cultura, la historia y la voluntad de las masas populares– fue revolucionaria en su época, oponiéndose al antiguo régimen aristocrático. Herder y otros pensadores románticos cimentaron así la noción de que el gobierno debe reflejar el sentir del pueblo, anticipando argumentos populistas contemporáneos: un régimen que ignora la voz popular degenera en tiranía o en alienación tecnocrática.

Filósofos políticos más recientes han retomado y actualizado esta tesis fundamental. Ernesto Laclau, en La razón populista, argumenta que el populismo no es un fenómeno patológico, sino la forma misma de la política democrática. En su teoría, “la construcción del pueblo [es] el acto político por excelencia –opuesto a la mera administración técnica de las instituciones–”, y consiste en trazar una frontera antagónica entre “el pueblo” y “la élite” para articular demandas populares.

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Los rasgos definitorios del populismo –crear un sujeto colectivo pueblo que enfrenta a una minoría en el poder– son también las condiciones sine qua non de lo político mismo. Laclau llega a afirmar tajantemente que “no existe ninguna intervención política que no sea hasta cierto punto populista”, en el sentido de que toda acción política implica construir mayorías, apelar al sentir común y confrontar a alguna élite u orden establecido.

Según este enfoque, la esencia de la democracia siempre tuvo un momento populista: es populista cualquier impulso político que clame “¡Que el pueblo mande!” frente a quienes detentan el poder. La teórica Chantal Mouffe coincide en que la dimensión populista es consustancial a la democracia. Ella recuerda que las instituciones liberal-democráticas se sostienen sobre dos principios: el liberal (Estado de derecho, división de poderes) y el democrático-igualitario, que implica valores de igualdad y soberanía popular. Si se vacía o traiciona este segundo componente, la democracia pierde su sentido. Por ello, Mouffe reivindica una política agonista donde el conflicto pueblo/élites vuelva a primer plano, precisamente para radicalizar la democracia en favor de las mayorías.

Hablar de “populismo como esencia de la democracia” no significa proponer una anarquía de masas ni desestimar las leyes, sino insistir en que el poder emana de la ciudadanía y debe responder ante ella. En una república genuina, las élites (gobernantes, representantes, técnicos) no son dueñas del poder, sino depositarias temporales de la voluntad popular. Esta idea separa la democracia real de las formas oligárquicas. Ya en la Antigüedad tardía y el Renacimiento se advertía el peligro de que las repúblicas degenerasen en aristocracias electivas. Rousseau mismo, aunque recelaba de la viabilidad de la democracia directa en grandes Estados, prefería una “aristocracia electiva” antes que una monarquía, pero con la condición innegociable de que la soberanía última permaneciera siempre en manos del conjunto de los ciudadanos.

Cuando esa soberanía popular se entrega por completo a representantes sin control, sobreviene lo que el ginebrino llamaba la pérdida de virtud cívica: la gente deja de participar y las élites acaban usurpando el poder del pueblo, sustituyendo la voluntad general por sus propios intereses corporativos. La consecuencia es una ruptura del pacto democrático.

Lejos de ser una patología, el populismo entendido como afirmación de la soberanía popular es el antídoto contra la apatía y la desconexión entre gobernantes y gobernados. Es, en esencia, la fuerza vital que mantiene a la democracia fiel a su principio fundante: el poder pertenece al pueblo, y solo a él.

X: @RubenIslas3