“¡Tú no sabes nada!”. “¡Estás loca! ¡Aquí vas a terminar! ¡Mira, ahí te voy a venir a traer”! Gritaba mientras me señalaba el hospital psiquiátrico que estaba cerca de la casa. “¡Estás loca, histérica!”.
El pavor que me inspiraba hacía que guardara silencio. Manifestar alguna molestia o contradecirlo de alguna manera, era el disparador para que -aunque no estuviésemos cerca de esa clínica- volviera a repetirme lo mismo.
“¿Acaso estoy loca?”. Me lo pregunté muchas veces. Dudaba ya de mi capacidad mental, ¿o incapacidad?
Soy olvidadiza, distraída, desde niña he sido así. Terror sentía cuando se acercaba la hora en que él iba a llegar, porque algo había pasado “por mi culpa”… Llegaba nerviosa del trabajo, esperando que el perro que él me había regalado no hubiese roto algo. A tapar con la maceta la rasgadura para que no la viese, esconder lo que había mordido… Llegaba a inspeccionarlo todo, mientras mi corazón se desbordaba de miedo, ese que él leía en mis ojos, buscaba y buscaba por toda la casa hasta que encontraba “algo”.
Hombre de negocios, inteligente, que en eventos grandes se separaba de mí para negociar y platicar con presidentes de otras empresas y así seguir escalando.
Llegábamos a la mesa que se nos había asignado y les decía a sus amigos: “ahí se las encargo, entreténganla”. Ellos fueron siempre respetuosos conmigo, y para que no me dijera nada acerca de mi “locura” del “no se te puede decir nada”, me acostumbré a estar sola, entre gente desconocida.
Tuve que callarme. Porque llegué a pensar que todo, todo lo que me decía era verdad, que en realidad tenía algún problema con mi estado mental.
Trabajé desde que era chica, en esa época laboraba para una empresa inglesa, todo lo que ganaba, lo invertía para terminar de pagar el departamento en el que vivíamos.
Al final, quedó a su nombre. Cuando comencé a manifestar mi descontento al respecto y de otras varias cosas, o a pedirle algo de atención, me corrió de “su casa”. “Ya no te quiero aquí, no quiero nada contigo”. “¡Pero si yo contribuí para comprar este lugar!, también es mi casa”. “¿Sí? ¿Y en dónde dice? El departamento está a mi nombre, así que ¡tú no tienes nada!”. Me dio un lapso tiempo para que pudiera ver a dónde me iba y como no me quería en “su” recámara tuve que irme a la otra, ni tiempo me dio para comprar una cama porque me tuve que ir.
Me fui a vivir a la casa vacía de una amiga. Seguí trabajando hasta que me cambiaron de jefe, un cristiano, que leía a diario la Biblia y yo, una joven que no creía en nada, y no iba a misa me dijo que me iría al infierno y me corrió.
Ni casa, ni trabajo, ni dinero. Le llamé al que era mi marido para suplicarle que me ayudara que ya no tenía ingresos, que por lo menos me devolviera lo que había invertido en la propiedad. “¿Nada más para eso me llamaste? No te voy a ayudar en nada”.
Infiernos he vivido muchos. En esa época tenía que escoger en cuál sería mejor vivir. Me había ganado el afecto de su familia, de sus amigos que de alguna manera lo hicieron “recapacitar” y me pidió volver. Escogí su infierno…
Pensé que todo sería diferente. Y sí lo fue, porque a la violencia psicológica se le sumó la económica.
La violencia psicológica y económica te despojan de todo. Toda agresión te queda grabada y te hace pequeñita, miedosa y te arrebata la voz.
Trabajé durante muchos años, y cuando estaba esperando a mi primer hijo por indicaciones médicas, tuve que dejar mi empleo. Quedé a su merced… Dirán algunos porque así lo quise, o porque yo lo permití…
“Tengo antojo de unos tacos al pastor”. No, no hay para tacos. “Tengo antojo de…”, “No, no hay para antojos”. A nadie podía decirle nada. Aún recuerdo el gesto de satisfacción en su cara, aun recuerdo su mirada burlona al verme sometida a su voluntad, y yo callada con el llanto ahogado, ese igualito de cuando llorabas cuando eras niña.
Violencia económica, ni un quinto para mí, ni para mis efectos personales. Alguna vez que me acompañó al súper y como él pagaría, a escondidas puse en el carrito un enjuage para el cabello. Mi corazón se aceleraba más y más conforme nos íbamos acercando a la caja. Al ver el envase me dijo: “¿Y esto?”, y yo le contesté que era para mí. “No, no hay para eso y lo dejó”.
No hay nada peor que haber trabajado durante tantos años, haberlo dado todo y no tener nada. Que es mi culpa dirán, sí, porque por muchos años guardé silencio.
Cuando llegaba el recibo del teléfono, temblaba. Mi intención era esconderlo pero ¿cómo lo pagaría? Cuando él abría el sobre venían, en ese entonces, todas las llamadas detalladas y el tiempo, y si éstas sobrepasaban los tres minutos comenzaba a contabilizarse el cargo extra. “¿Por qué hablas tanto tiempo con tu mamá?, ¡Qué carajos se dicen si seguido la ves! ¡Te prohibo que hables con ella por teléfono, yo no voy a pagar estas cuentas!” Y aventaba el recibo. Cuando estaba él en casa y sonaba el teléfono todo en mí temblaba, porque sabía que él contestaría y que si era mi mamá, me iría mal.
Ni un quinto en la bolsa. Después de haber trabajado para varias empresas durante muchos años. Ni un céntimo de autoestima. Pero sí atiborrada de pavor. Nada podía decir, ni mucho menos pedir ya que encendería en él todo el resentimiento, el desprecio y enojo hacia mí, y yo ya no quería escuchar que me llevaría a aquella clínica de locos, en ésa en donde me dejaría.
Al fin me armé de valor, cuando me vi sumida en la depresión total. “¿Cómo voy a criar a mis hijos en este estado”? Pedí el divorcio. Me dijo que estaba loca que no sabía lo que hacía y que no se iría. Seguí todos los días diciéndome, “no puedes echarte para atrás, ¡no puedes!”
Al cabo de dos años se fue. Hizo un convenio en el que se comprometía a ver por los hijos, cubrir con las colegiaturas, médicos y algunos extras que me beneficiaban, como vales de gasolina y despensa.
Él vendría cada 15 días por sus hijos. A cada disgusto que yo le generaba, venía la lluvia de amenazas de que me quitaría lo de la gasolina, los vales, el gasto de mi celular. Poco a poco fui cobrando confianza en mí misma, porque mis hijos me inspiraron, hicieron que naciera en mí la confianza de que yo podía, de que yo valía.
Sus amenazas siguieron cuando me negaba al cambio de fin de semana. “Si sigues así te voy a quitar a los niños, te acusaré de todo, de todo hasta de lo que no imaginas, porque aquí el del dinero soy yo, tú no tienes nada”, ahí comenzó la violencia vicaria.
Yo ya había emprendido un pequeño negocio de diseño que me daba para vivir dignamente. Contaba con el apoyo de la familia y sobre todo mi autoestima iba creciendo poco a poco, evité ver la clínica, borrar de mi mente esas palabras. El miedo se fue diluyendo, fui reconstruyendo mi integridad.
Y hasta el día de hoy sigo haciéndolo. Crean que las mujeres guardamos silencio por el miedo, por el terror y que el agresor sabe meterse por cualquier resquicio por el que sabe que llegará a trastocar alguna debilidad nuestra.
El miedo no se va. Las palabras vuelven a escucharse. Expresar cuesta. Pedir más… Aunque te corresponda, aunque te lo hayas ganado, aunque lo merezcas.
Existen muchos tipos de violencia contra la mujer: la psicológica, física, sexual, laboral, económica que en combinación, muchas veces se llega al feminicidio.
Hemos de creer a las mujeres que denuncian, no importa cuántos años después; escuchemos su voz, calmemos su miedo, démosle la mano, que siempre necesitará asirse a una…
Yo se la doy, ¿me das la tuya?