Las consecuencias no deseadas de una cooperación bilateral exitosa en materia de seguridad entre México y Estados Unidos podrían ser tan complejas como paradójicas. El resultado del desmantelamiento de los grandes cárteles, los laboratorios de fentanilo, sus rutas y mercados será la fragmentación y atomización del crimen organizado.
Los delincuentes que sobrevivan al embate regresarían a lo que saben hacer: delinquir en modalidades más cercanas a la vida cotidiana de los ciudadanos. Secuestro exprés, cobro de piso, robo de vehículos, asaltos a casa habitación y extorsión de negocios se convertirían en delitos más frecuentes y extendidos.
El problema es que las policías estatales y municipales mexicanas no cuentan con la capacidad, la preparación ni la coordinación para contener esa ola de violencia, lo que derivaría en una mayor percepción de inseguridad.
Por eso, el éxito en la cooperación bilateral no debe limitarse a golpear estructuras criminales transnacionales, sino que tendrá que acompañarse de una estrategia de seguridad integral y preventiva a nivel local, capaz de reforzar a las policías civiles y blindar a las comunidades frente a esta nueva generación de riesgos.
La seguridad como piedra angular del poder político
La seguridad es el bien público más elemental. Cuando la violencia, el crimen o la insurgencia dominan la vida cotidiana, ningún otro aspecto de la gobernanza importa tanto como la promesa de vivir sin miedo. El líder que logra restablecer el orden adquiere algo más que popularidad pasajera: obtiene legitimidad en su desempeño, un capital político de enorme valor.
Un secretario de seguridad que supera la delincuencia o controla un conflicto se convierte en figura nacional. Su éxito se traduce en confianza pública y, en muchos casos, en la plataforma más sólida para aspirar a convertirse en jefe de Estado.
Sin embargo, la misma ruta que abre la puerta a la presidencia encierra riesgos profundos: tácticas demasiado agresivas pueden socavar el Estado de derecho y comprometer la gobernabilidad democrática a largo plazo.
Este fenómeno —el tránsito del tecnócrata de seguridad al líder nacional— merece análisis, porque ilumina las tensiones entre eficacia inmediata y legitimidad duradera.
El orden como fundamento de la política
La seguridad es condición de posibilidad para todo lo demás. En “Violence and Social Orders”, Douglas North, John Wallis y Barry Weingast muestran cómo el monopolio legítimo de la violencia define los arreglos políticos que sostienen las economías modernas. Francis Fukuyama, por su parte, identifica tres pilares del orden político: la capacidad estatal, el Estado de derecho y la rendición de cuentas.
Cuando un líder ofrece seguridad visible —reducción de homicidios, disuasión de insurgencias, disminución de delitos— demuestra capacidad estatal en acción, no solo en retórica. De ahí que un ministro de seguridad exitoso pueda capitalizar su labor en legitimidad política.
En contextos de crisis, la securitización de los problemas (es decir, tratarlos como amenazas existenciales que justifican medidas excepcionales) amplifica ese poder. Pero hay que saber lo que es “permisible” en nombre de la seguridad. Si se usa con prudencia, fortalece reformas; si se abusa de ella, erosiona derechos y pluralismo.
Los ingredientes del ascenso exitoso
El tránsito de un cargo de seguridad hacia la jefatura de Estado rara vez es accidental. Estudios comparativos revelan seis ingredientes recurrentes:
Resultados visibles y mensurables. Sin evidencia contundente, no hay capital político. La caída drástica de homicidios en El Salvador, reportada en 2024, se convirtió en la piedra angular de la reelección de Nayib Bukele. La lección es clara: las cifras importan, pero su credibilidad depende de auditorías independientes.
Cambio institucional, no solo táctico. Las victorias sostenibles implican reformas duraderas. En Nueva York, durante los noventa, el debate sobre “ventanas rotas” demostró que más que la política puntual, la innovación organizacional —como CompStat— consolidó resultados.
Narrativa de seguridad con derechos. Los líderes que logran trascender su rol de “zar de seguridad” articulan un discurso que combina orden con libertades. De lo contrario, su mandato se convierte en un estado de excepción perpetuo.
Coaliciones amplias. El éxito en seguridad abre puertas, pero para permanecer abiertas se requieren alianzas con empresarios, reformadores sociales, líderes comunitarios y actores políticos más allá del aparato de seguridad.
Salida creíble de la emergencia. El uso prolongado de poderes extraordinarios puede ser eficaz, pero mina la democracia si no se plantea un retorno a la normalidad constitucional.
Portabilidad de competencias. El público se pregunta: ¿podrá este líder manejar salud, educación y economía con la misma eficacia que aplicó en seguridad? La clave está en traducir el método de gestión (datos, disciplina, ejecución) a otros sectores.
Casos emblemáticos: de la seguridad al poder
La historia contemporánea ofrece ejemplos notables del fenómeno:
Theresa May (Reino Unido). Como Ministra del Interior (2010-2016), forjó reputación de rigor administrativo y reformas. Llegó a Primera Ministra en 2016, aunque su gestión evidenció que el prestigio en seguridad no basta para resolver dilemas estructurales como el Brexit.
Nayib Bukele (El Salvador). Bajo su “Plan Control Territorial”, El Salvador reportó la tasa de homicidios más baja de su historia. Ese logro lo catapultó a la reelección. Sin embargo, la falta de transparencia y las detenciones masivas han suscitado advertencias sobre su legado democrático.
Álvaro Uribe (Colombia). Su política de Seguridad Democrática (2002-2010) redujo drásticamente la capacidad insurgente y transformó la política colombiana por generaciones. No obstante, abusos como los “falsos positivos” recordaron los peligros de la falta de controles.
Rodrigo Duterte (Filipinas). Tras su imagen de mano dura en Davao, llegó a la presidencia en 2016. Su “guerra contra las drogas” mantuvo su popularidad, pero derivó en condena internacional y procesos judiciales. El riesgo de pasar de héroe a acusado siempre acecha.
Yoon Suk-yeol (Corea del Sur). Ascendió de fiscal anticorrupción a presidente. Sin embargo, su caída por imponer la ley marcial inconstitucional mostró cómo los reflejos autoritarios pueden destruir una carrera política meteórica.
Paul Kagame (Ruanda). Su legitimidad surgió de poner fin al genocidio de 1994. El orden alcanzado le permitió consolidar un poder duradero. Aun así, su estilo de gobernanza plantea preguntas sobre el pluralismo político y las libertades.
Otros casos, como Juan Manuel Santos en Colombia (de ministro de Defensa a presidente y Nobel de la Paz), ilustran la importancia de combinar éxitos en seguridad con visión de reconciliación.
La estrategia de conversión: de guardián a estadista
Un secretario de seguridad que aspire a la presidencia debe seguir una hoja de ruta clara:
Publicar información completa y verificable. Los datos sobre homicidios, desapariciones y detenciones deben ser auditables por instancias académicas e internacionales. Sin transparencia, el éxito se convierte en sospecha.
Institucionalizar las reformas. Profesionalizar agencias, estandarizar capacitación, modernizar sistemas de datos. El mérito debe radicar en las instituciones, no en la personalidad del líder.
Enmarcar la narrativa en el Estado de derecho. Retomar la tríada de Fukuyama: Estado fuerte, ley fuerte y rendición de cuentas. Prometer cláusulas de caducidad para poderes extraordinarios.
Extender el método de gestión. Aplicar las mismas métricas y disciplina de seguridad a salud, educación y economía. Los votantes respaldan la competencia, no la retórica.
Invertir en prevención. Integrar la seguridad con empleo juvenil, tratamiento de adicciones y diseño urbano. Atacar causas, no solo síntomas.
Construir una coalición plural. Incorporar a sociedad civil, iglesias y defensores de derechos humanos en mecanismos de supervisión.
Asumir la ética. Reconocer errores pasados, ofrecer reparaciones y demostrar aprendizaje. Un líder que no enfrenta su propio legado difícilmente podrá aspirar a la confianza nacional.
Errores que descarrilan carreras políticas
La experiencia internacional muestra fallas recurrentes:
Sobresecuritización. Convertir todo problema en amenaza existencial lleva al desgaste y al autoritarismo.
Opacidad de datos. Ocultar cifras puede ganar tiempo, pero destruye confianza en el momento decisivo.
Personalización del crédito. Sin instituciones sólidas, los logros se evaporan con la salida del líder.
Estancamiento de agenda. Una vez resuelto el problema de seguridad, los ciudadanos demandan prosperidad y derechos.
Exceso de poder constitucional. El abuso de poderes extraordinarios puede desencadenar crisis legales y erosión democrática.
Del orden a la confianza
La seguridad es el umbral de la política. Un secretario de seguridad exitoso que supera la crisis de violencia puede convertirse en un formidable líder nacional. Pero el tránsito de guardián a estadista exige disciplina adicional: transparencia radical, institucionalización de reformas, narrativa basada en derechos, portabilidad de competencias y lealtad constitucional.
En última instancia, la seguridad se convierte en confianza, y la confianza en poder político. Esa es la ruta: no solo garantizando el orden, sino demostrando que el orden puede convivir con la libertad y convertirse en plataforma de un liderazgo duradero y democrático.