No dejamos de creer en la política porque “no sirva”, sino porque demasiadas veces ha servido para lo contrario de lo que promete. En lugar de construir valor público —buenos servicios, instituciones confiables, futuro compartido—, la política se ha vuelto con frecuencia una maquinaria que lo destruye: erosiona la confianza, normaliza la opacidad, premia la mediocridad y encierra el poder en pequeños círculos íntimos.
Lo primero es nombrar el problema: la destrucción de valor público. Un gobierno destruye valor cuando sustituye el análisis por propaganda, la evidencia por consignas y la preparación por lealtades. No es solo un problema de eficacia técnica; es una forma de violencia institucional. Cada vez que una decisión se toma para sostener un relato y no para resolver un problema, alguien pierde algo: un empleo que nunca llega, un hospital que no se termina, una escuela que se deteriora, una oportunidad que se esfuma. El costo es invisible en el corto plazo, pero acumulativo: un país que se acostumbra a esperar menos de sí mismo.
Esa destrucción comienza casi siempre por la opacidad. Cuando la toma de decisiones se mueve en la penumbra, la política se desliza hacia la propaganda. Conferencias que repiten mantras, verdades oficiales que no admiten contraste, reformas aprobadas “sin mover una coma”. La transparencia deja de verse como una obligación democrática y se convierte en una molestia burocrática. Pero la transparencia no es un trámite: es una tecnología institucional para aprender, corregir y rendir cuentas. Donde hay luz, los datos discuten con las consignas; donde no la hay, prosperan la improvisación y el autoengaño.
A la opacidad se suma el lenguaje polarizante. Dividir es más fácil que explicar. Es tentador reducir un país a dos bandos: “nosotros” y “ellos”; “el pueblo” y “los traidores”. Esa lógica binaria tiene una ventaja inmediata: convierte cualquier crítica en agresión y vuelve innecesaria la rendición de cuentas. ¿Para qué abrir expedientes o publicar indicadores, si basta con señalar a un enemigo para cerrar la discusión? El problema es que el costo de esa retórica no se paga en una conferencia de prensa, sino en la calle: la sociedad se fragmenta, el debate se degrada en grito y los matices —donde suelen estar las soluciones— desaparecen.
En ese terreno fértil crece un enemigo más silencioso: la mediocracia. No hablo de una ofensa, sino de un sistema. Cuando la transparencia se diluye y la polarización ocupa la conversación, se instala una cultura de mínimo esfuerzo. Lo importante ya no es resolver problemas sino “salir del paso”, no es rendir cuentas sino cumplir la forma. Los indicadores se maquillan, las auditorías se evaden, las evaluaciones se archivan. Se protege al incondicional aunque sea incompetente y se margina al que advierte errores aunque tenga razón. La mediocridad no provoca escándalos; provoca algo peor: una lenta descomposición de la capacidad del Estado para cumplir su misión.
Alain Deneault describió esa lógica en su libro Mediocracia: el sistema que premia al funcionario dócil, al profesional que no incomoda, al político que nunca contradice el guion. En ese ambiente nadie se arriesga a decir “esto no funciona”; es más rentable decir “todo va bien”. Pero un gobierno que deja de decirse la verdad a sí mismo se condena a repetir sus errores. La mediocracia no se nota en el discurso, se nota en la experiencia cotidiana: trámites eternos, hospitales saturados, programas sociales sin evaluación, policías sin respaldo, escuelas sin rumbo. Es la normalidad que nos resignamos a tolerar.
A la mediocridad se suma otra deformación: la adhocracia. Roger Porter usó ese término para describir los gobiernos que deciden siempre “al vuelo”, sin procesos claros ni equipos estables. Puede ser útil por unos días en una crisis, pero devastador como modo permanente de gobernar. En la adhocracia, los problemas se resuelven con ocurrencias, las prioridades dependen del humor del líder, los proyectos nacen y mueren en función de su valor propagandístico. No hay memoria institucional ni aprendizaje; cada día comienza desde cero. El costo es enorme: políticas que cambian de rumbo sin explicación, programas que se anuncian y nunca se consolidan, decisiones tomadas por intuición y no por evidencia.
En ese entorno florecen los círculos íntimos. El poder se encierra en pequeños grupos donde la confianza no se construye a partir del mérito, sino de la cercanía. C. S. Lewis advirtió sobre ese peligro: el deseo de pertenecer a un círculo exclusivo puede volverse más fuerte que cualquier convicción. En el gobierno, eso se traduce en despachos donde las decisiones se toman entre unos cuantos, donde se confunde lealtad con silencio, donde la crítica se considera traición. Los celos internos, las rivalidades personales y las pugnas por la atención del jefe parecen chisme, pero cuestan políticas. El país se vuelve rehén de un microclima psicológico.
Desde fuera, la ciudadanía percibe un gobierno encapsulado, ocupado en sus propias guerras internas. Cada cambio de gabinete se lee como purga, cada rectificación como derrota, cada renuncia como vendetta. La política deja de ser un espacio de servicio para convertirse en un teatro de relaciones personales. Y el mensaje que recibe la gente es claro: se gobierna más por capricho que por estrategia. Ahí termina de romperse la confianza.
Frente a este cuadro, el cinismo es una tentación fácil. Es cómodo concluir que “todos son iguales” y que lo sensato es retirarse del espacio público. Pero esa retirada tiene un precio: deja la cancha libre a quienes se sienten cómodos en la opacidad, la mediocridad y los círculos cerrados. Por eso insisto en que describir el lado oscuro de la política no es un ejercicio de resignación, sino un llamado a reparar el daño.
¿Cómo empieza esa reparación? Con un cambio profundo en el liderazgo. Gobernar bien no depende solo de buenas intenciones; depende de la combinación de tres elementos: visión, ética y método. Visión para pensar más allá del próximo discurso y del siguiente ciclo electoral; ética para entender que el fin nunca justifica cualquier medio; método para convertir las ideas en políticas que se diseñan, se ejecutan, se miden y se corrigen. Un líder no demuestra su talla cuando humilla al adversario en público, sino cuando convierte una institución mediocre en una organización que aprende.
Después del liderazgo, vienen las reglas. La confianza no se reconstruye con carisma, sino con instituciones. Necesitamos gobiernos que documenten sus decisiones —problema, opciones, riesgos— y las hagan públicas por defecto. Programas con metas medibles y tableros abiertos que cualquier ciudadano pueda consultar. Un servicio civil profesional donde el ingreso y la promoción dependan del mérito, no del padrino político. Presupuestos basados en evidencia que permitan decir sin dramatismo: este programa no funcionó, se rediseña o se cancela. Unidades de evaluación que incomoden, equipos autorizados para cuestionar grandes proyectos antes de aprobarlos, sistemas de compras transparentes con trazabilidad completa.
Nada de eso es ideología. Es arquitectura institucional elemental. La puede asumir un gobierno de izquierda, de derecha o de centro, siempre que acepte una verdad incómoda: no hay transformación sin rendición de cuentas. La opacidad es compatible con el cambio de narrativa, pero no con el cambio de realidad.
El tercer componente es la ciudadanía. Los círculos íntimos prosperan cuando nadie mira. Se rompen cuando la gente se informa, se organiza y alza la voz. Informarse significa seguir el dinero, leer auditorías, comparar promesas con datos. Organizarse significa construir redes vecinales, estudiantiles, profesionales que observen políticas públicas específicas —seguridad, educación, salud, obra— y exijan resultados. Alzar la voz significa usar los mecanismos de transparencia, participar en consultas, hacer preguntas puntuales, incomodar con argumentos. Los gobiernos cambian conductas cuando sienten que alguien los mide, no cuando acumulan likes.
Pienso especialmente en los jóvenes. A ustedes les tocará decidir si la política seguirá siendo un teatro de simulación o se convertirá en un espacio de excelencia pública. No se trata de idealizar el gobierno ni de negar sus límites, sino de recuperar la idea de que, bien ejercido, el poder puede crear valor: abrir oportunidades, reducir desigualdades, garantizar derechos, proteger libertades. Ese potencial existe. Lo hemos visto en momentos y lugares específicos. Lo que falta es hacerlo regla, no excepción.
Nadie quiere un gobierno perfecto —eso no existe—. Todos queremos un gobierno que aprenda a la vista de todos. Que pueda decir “nos equivocamos” sin caer en el descrédito, porque ha construido un historial de honestidad y corrección. Que cambie el “conmigo o contra mí” por un “con todos y para todos”. Que entienda que el poder no es un premio personal, sino un préstamo que la sociedad entrega por tiempo limitado.
Al final, la ciudadanía no recuerda el eslogan sino el resultado. Y la política, si quiere recuperar su dignidad, tendrá que volver a ser eso: la mejor herramienta que hemos inventado para crear valor público, no para destruirlo.
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