Hubo un tiempo —parece ya un mito fundacional de esta civilización hiperconectada— en que internet era un territorio salvaje, un gran desierto sin fronteras, donde cada quien podía reinventarse, esconderse, construir identidades alternas o desaparecer en la multitud digital como quien se diluye en una plaza pública. La libertad era el argumento, la bandera y el espejismo. Pero esa era, la de los pioneros libertarios y los adolescentes sin supervisión, ha terminado silenciosamente mientras discutíamos otras cosas.

Cuando estudiaba en la secundaria, un libro de inglés en las lecturas de práctica contenía un artículo sobre la página de chat que de forma aleatoria conectaba a personas de todo el mundo. Era la promesa de establecer amistades sin fronteras y practicar el idioma. Ese mismo día hice un registro pero resultó ser muy lejano al texto, era una plataforma sin restricciones que permitía conectar a hombres en sus sesenta con personas muy jóvenes, algunos usaban programas con los que lograban reflejar la proyección de cámara de su compañero de chat o colocar fragmentos de otras personas mientras sostenían pláticas confusas y manipuladoras para que adolescentes como yo activáramos la cámara y respondiéramos a preguntas inapropiadas, rayando y sobrepasando el acoso.

Habría deseado que la prohibición existiera o que aquel libro de inglés exclusivo de uso en escuelas privadas hubiera advertido que en la plataforma se permitían los desnudos y que datos personales podían quedar expuestos.

Australia ha dado el golpe que anuncia este cierre de ciclo: la primera prohibición mundial que expulsa a los menores de 16 años de edad de las redes sociales, respaldada por multas millonarias y por una comisionada, Julie Inman Grant, que no teme llamar a las plataformas lo que son: industrias orientadas al consumidor que, como cualquier otra, deben cumplir reglas de seguridad. Nada de excepcionalismo tecnológico. Si se regula un frasco de medicamentos o un cinturón de seguridad, ¿por qué no un algoritmo de enganche diseñado para capturar la atención infantil?

La noticia ha resonado en Estados Unidos, donde parte del Congreso ha respondido con esa mezcla de desconcierto y soberbia que suele acompañar a cualquier intento de limitar a Silicon Valley. Pero también ha despertado algo más profundo: la confesión de que miles de padres estadounidenses desean lo mismo, porque el modelo de crianza digital ha fracasado, y ya no basta con “hablar con tus hijos” cuando al otro lado del teléfono hay corporaciones con presupuestos infinitamente superiores y un conocimiento milimétrico de nuestras vulnerabilidades. Es un hecho que en internet, las personas somos producto de consumo. Lo somos mediante el uso de redes sociales, con la decisión de entregar nuestra información, imágenes, datos, preferencias de consumo, pero principalmente con entregar nuestro tiempo y atención. No solo se trata del consumo lúdico, la tendencia de autoexplotación ha cultivado la idea de que si no nos mostramos, no vendemos y ha hecho del espacio virtual un lugar que valida la confianza, capacidad y existencia de profesionales de todo ramo. Miles de personas generan contenido con el que las plataformas se benefician con el anhelo de conquistar a las masas. Los más jovenes, especialmente las mujeres, han aprendido que esa atención viene de bailar de forma sensual y usar poca ropa.

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México observa —o debería observar— estas transformaciones con atención. Porque aquí la libertad en redes ha sido un sueño y una trampa. Somos uno de los países que vinculó la identidad digital al número de celular, a punto de entrar en vigor y sin tanta claridad de como se protegerán nuestros datos personales como una decisión que parecía técnica pero que inauguró una nueva fase: la del fin de la privacidad como derecho cotidiano. Cada movimiento, cada búsqueda, cada conversación, puede asociarse a un individuo de carne y hueso. Si la utopía digital prometía anonimato, la infraestructura nacional ha garantizado lo contrario: un ecosistema donde todos somos rastreables.

Quizá esta trazabilidad resulte útil frente a la inseguridad —esa palabra que en México significa siempre algo más hondo–, más urgente. Pero conviene recordar que la seguridad no es una propiedad neutral, sino una decisión política sobre a quién se protege y de quién. Y aquí surge la tensión inevitable: ¿cuánta libertad estamos dispuestos a sacrificar para sentirnos a salvo? ¿Puede existir seguridad sin vigilancia? ¿Puede existir vigilancia sin erosión democrática?

Internet, que fue el campo de experimentación de la libertad contemporánea, se ha convertido en el laboratorio del control.

La prohibición australiana no es solo un muro para adolescentes: es también un espejo incómodo. Porque restringir el acceso de menores es apenas el primer gesto, el borde del problema, la frontera más visible. El verdadero monstruo no son los adolescentes con teléfonos, sino los adultos que los buscan. Los que se deslizan entre conversaciones, los que manipulan, seducen, chantajean, abusan. Los que han encontrado en la conectividad permanente el terreno fértil para repetir, con nuevas herramientas, violencias antiguas.

Si vamos a discutir límites, discutámoslos completos: no basta con expulsar a los menores; hay que perseguir a los adultos que los acechan, endurecer las penas, fortalecer las unidades de investigación, modernizar las fiscalías que aún funcionan como oficinas de los años ochenta, sin personal especializado ni tecnología suficiente. Si las redes son hoy un territorio donde operan depredadores, el Estado no puede seguir actuando como si el delito ocurriera exclusivamente en la calle. Pero el punto de partida es que en el fondo, aceptamos perder privacidad y acceso, anonimato y libertad por la promesa de seguridad, salud mental, desarrollo y bienestar.

Regular las plataformas para proteger a quienes todavía no pueden protegerse a sí mismos no es censura ni cruzada moral: es una forma mínima de civilización. Pero desdibujar el límite hasta el punto de quitar agencia y libertad a los usuarios es una amenaza real, el panóptico de Foucault hecho realidad.

Quizá la muerte de la libertad absoluta en internet sea, en realidad, la madurez tardía de nuestras democracias digitales. El reconocimiento de que un espacio sin reglas no es un espacio libre, sino uno dominado por quienes tienen más poder, más conocimiento técnico y tecnológico, más datos o más malicia. Australia ha sido la primera en decirlo en voz alta. Los demás países, incluido México, tendrán que decidir pronto si quieren vivir en un internet que se parezca a una república o a un casino sin ventanas.

En todo caso, el tiempo de la inocencia ha terminado. Y lo que venga ahora dependerá de algo tan sencillo y tan complejo como esto: asumir que la libertad sin seguridad no es libertad, y que la seguridad sin libertad no es vida. Pero no hay una sola respuesta y los matices tendrían que hacernos profundizar en como es que los gobiernos tendrían que respetar la presencia digital de las personas adultas así como su desvinculación con identidades oficiales que abren la puerta al control, censura o autocensura.