Si aún no has visto la última película de Avatar, recomiendo ampliamente hacerlo. No solo por su despliegue visual o por la narrativa épica que sostiene a la saga, sino porque —como toda buena fábula— funciona también como espejo. Un espejo incómodo de momentos en la historia mexicana en el que se recuerda cómo es que en la época prehispánica, las comunidades que habitaban esta tierra guardaban una profunda conexión con la naturaleza. Este texto contiene spoilers.
Más allá de las ya conocidas lecciones sobre la conciencia universal de la que todos formamos parte, la última película expone con particular crudeza el arquetipo de una tribu oculta en las cenizas: un pueblo profundamente enojado con aquellos que aún comulgan con Eywa. Eywa no es solo una deidad, recordemos, es el alma consciente como madre naturaleza de la que emana todo y todos, capaz de guardar conexiones como red fluorescente; también es identidad colectiva, memoria viva, madre universal de Pandora. Una fuerza biológica que conecta a todos los seres vivos a través de una red neuronal natural que sostiene el equilibrio del planeta y permite el tránsito de recuerdos, experiencias y vínculos entre especies. Para los Na’vi, Eywa no se adora típicamente, sino que se pertenece a ella, se le respeta, se comulga y se vive como algo sagrado, con la idea de que toda existencia es justamente parte de Eywa y, por lo tanto, sagrada también.
Frente a ese entramado de vida aparece la tribu de las cenizas. Sus cuerpos están teñidos de rojo y blanco, sus espacios adornados con huesos cadavéricos, su espiritualidad ligada al fuego y a la muerte. Habitan un territorio seco, erosionado, sin agua ni bosque, sin mar ni abundancia. Pero lo verdaderamente revelador no es su estética ni su geografía, sino su resentimiento. No odian solo a otras especies: odian la pertenencia que no tienen, la comunión de la que fueron expulsados o de la que, quizá, se expulsaron solos.
La envidia que los atraviesa no es la del deseo de tener lo que el otro posee, sino la del rencor por no poder destruirlo del todo. Es el resentimiento del que ve florecer lo que él mismo ha incendiado. El complejo del envidioso traidor no nace de la carencia, sino de la comparación constante con aquello que aún vive en armonía. Por eso su impulso no es construir, sino sabotear; no es sanar, sino contaminar.
La traición, en este arquetipo, no es un acto aislado: es una identidad que recuerda a los tlaxcaltecas frente a los mexicas, a los opositores frente a los mexicanos que aprueban el ideario de las izquierdas. Traicionan porque necesitan justificar su ruptura con la red de la vida. Porque reconocer que el otro vive en equilibrio implicaría aceptar que su devastación fue una elección. Así, la violencia se vuelve ideología, y el fuego —que alguna vez pudo ser calor— se convierte en método de destrucción.
Acudí a ver la película con un guía espiritual importante en mi vida. Mi maestro de yoga, Óscar Xingú. Y al final, acertado, decía que este tipo de películas no son solamente ciencia ficción, sino que hay detrás un estudio profundo de las culturas y las creencias. Platicábamos sobre cómo Avatar no habla solo de mundos lejanos ni de especies azules. Habla de nosotros. De sociedades que, al perder el vínculo con la naturaleza, con la comunidad o con el sentido, optan por burlarse de quienes aún lo conservan. Rupturas que se agravan por las armas, por las ideas de riqueza y por pequeñas claves como que en cuanto una persona tocaba el acero de un arma, perdía completamente la conciencia. Habla de quienes llaman ingenuos a los que cuidan, débiles a los que cooperan, primitivas a las culturas que no necesitan destruir para existir.
El complejo del envidioso traidor es, en el fondo, el miedo a reconocer que la abundancia no siempre se conquista: a veces se cuida. Y que lo más difícil no es sobrevivir entre cenizas, sino aceptar que hubo un momento en el que elegimos el fuego en lugar del bosque.
Aquellos hombres de las cenizas a menudo atacaban a los que mantenían conexión con la madre naturaleza, los asaltan, los roban y los matan. Pero en el punto clave de la trama, son ellos —la tribu de las cenizas— quienes, aun perteneciendo al mismo mundo, traicionan a las especies de los bosques y de los mares para aliarse con los aniquilantes y extractivistas “hombres del cielo”, nombre con el que se alude a los humanos. No a cualquier humanidad, sino a la que encarna los valores de Estados Unidos: la guerra como estrategia de saqueo y apropiación; la aniquilación como política de relaciones exteriores; la muerte de seres vivos como símbolo máximo de la incomprensión y la inconsciencia.
Este arquetipo no es ajeno a nuestra historia. Resuena, con demasiada claridad, en episodios que han atravesado a México en distintos momentos. El primero, la conquista española, cuando los tlaxcaltecas —en conflicto con los habitantes de Tenochtitlán— decidieron aliarse con los barbados apestosos que portaban armas desconocidas desde barcos españoles. Ilusionados con la idea de oprimir a sus supuestos opresores, formalizaron una alianza letal que terminó por arrasar con gran parte de las comunidades indígenas. Junto con la espada llegó la imposición, por sangre y fuego, de una nueva religión: patriarcal, violenta, intolerante, que prohibió, mató y quemó a quienes continuaron profesando nuestras cosmovisiones ancestrales, también basadas en la relación con la naturaleza como ser vivo, cuando existían dioses del agua, del fuego, del aire, de la vida y de la muerte.
Los tlaxcaltecas, como los habitantes de las cenizas en Avatar, sentaron las bases para que menos de cuatrocientos españoles derrotaran y devastaran pueblos enteros. En Pandora, ese cometido no se logra. En nuestra historia, sí.
Y conviene no olvidar que este arquetipo no pertenece solo al pasado. Sigue vivo. Hoy, la oposición —como los de las cenizas— vuelve la mirada hacia Estados Unidos y anhela una confrontación que derroque al gobierno actual, aunque ello implique pérdidas connacionales, inestabilidad social o fractura nacional. Son el reflejo contemporáneo de una lógica peligrosa: la del envidioso traidor, capaz de quemar su propio pueblo antes que aceptar que otros coexistan, gobiernen o prosperen de forma distinta.
Pero entre tantas lecciones que ofrece Avatar, el final es contundente. Demuestra que, tal como el micelio bajo la tierra, las redes humanas y naturales nos conectan en una sola conciencia donde todos latimos juntos. Este mensaje a menudo es compartido por nuestro guía Oscar Xingú, quien inspirado en la filosofía de yoga y el budismo hindú, menciona al terminar cada encuentro la frase “Lokah Samastah Sukhino Bhavantu” que significa: “Que todos los seres en todos los lugares sean felices y libres”.
Avatar enseña que, lejos de la ficción, la naturaleza es un ser vivo. Que las mujeres, como madres, guardianas y creadoras, portan una energía poderosa que mantiene la conexión con esa naturaleza y con una sabiduría intuitiva largamente silenciada. Y que el llamado “tiempo de mujeres” no es una concesión, sino un mínimo acto de justicia para equilibrar siglos de decisiones tomadas por hombres en el poder.
La película recuerda que la vida no se trata de lo que la especie humana creyó durante demasiado tiempo. No se trata del poder, la expansión, el dominio ni la supremacía. La vida se trata de equilibrio y conexión. Pero también de comprender que las batallas, cuando están en juego la existencia y la dignidad, deben lucharse para defender la paz. Que elegir la guerra como último recurso, cuando lo que se debate es la propia existencia y supervivencia, implica que lo vale todo. Que los recursos naturales son más que soberanía: son identidad, memoria y vínculo, y deben ser protegidos. Que destruirlos en nombre del desarrollo o la avaricia no es progreso, sino suicidio colectivo.
Avatar no es solo cine. Es advertencia, espejo y llamado. Una invitación urgente a decidir de qué lado de la red de la vida queremos estar antes de que solo queden cenizas, un llamado a la conciencia, a sabernos parte de un todo, integrarnos a ello y dejar de actuar bajo los principios de la guerra y la competencia. Reformularlo todo, recuperar las memorias de nuestros ancestros, honrar quienes fuimos antes de adorar a un solo Dios que entró con sangre. Unirnos a otras comunidades, latinoamericanas, por ejemplo, para hacer frente al nuevo imperialismo que se acompaña de la tecnología como brazo de control, castigo y observación permanente. Un llamado a resistir desde la paz, la comunión natural, la conciencia ancestral y, principalmente, desde mirar mares, bosques, montañas y a los otros como parte de uno mismo. También es una alerta sobre cómo es que la oposición, absorta en odio, ha mantenido un comportamiento continuo de pedir intervención norteamericana aunque ello pudiera implicar lo innombrable. Capaces de quemarlo todo, con tal de que deje de gobernar la presidenta Claudia Sheinbaum.
Aquí hay algunas de las conclusiones a las que fuimos arribando en en análisis de la trama pero la película es tan profunda, que no se agota con esta charla en la que tú también formas parte. En otro momento, escribiré en este espacio las reflexiones sobre la energía femenina, el peso de las mujeres en la supervivencia humana y, por supuesto, en las guerras. Aquella visión, norteamericanizada, sintética, destructiva, se antoja letal en la paradójica película norteamericana rebelde con la autoría de James Cameron, quien escribió en 1994 un guion inspirado en sus lecturas de ciencia ficción y un sueño recurrente sobre un bosque bioluminiscente, pero pospuso su producción hasta que la tecnología 3D y CGI estuviera lista para materializar su visión de Pandora y los Na’vi, estrenándose finalmente en 2009 como una épica de ciencia ficción con temas ecológicos y sociales profundos. Fuego y Cenizas es la última película, estrenada el 19 de diciembre de 2025.
Feliz y consciente año 2026, deseando conciencia, paz y conexión en los corazones de los generosos lectores que por un año más, engalanan este sitio con su visita.


