“La mentira nunca vive lo suficiente como para envejecer.”
Sócrates
“Sobre Marioh de bruces, tres cruces
Una en la frente, la que más dolió
Otra en el pecho, la que le mató
Y otra miente en el noticiero”
Mecano
El asesinato de Héctor Melesio Cuén Ojeda fue, desde el primer minuto, una historia mal contada. El gobierno de Sinaloa quiso vestir la ejecución como un robo, un accidente criminal, un episodio de delincuencia menor. Era la coartada perfecta para un crimen político: disfrazarlo de casualidad. Pero la verdad —que siempre encuentra alguna grieta para colarse— terminó por destrozar el teatro que armó Rubén Rocha Moya y su gente. Pero ellos no solo mintieron: montaron una narrativa, fabricaron un video, manipularon tiempos, acomodaron testigos. En pocas palabras: intentaron fabricar una segunda muerte para Cuén, la muerte del sentido y de la verdad.
La investigación federal terminó por confirmar lo que la lógica ya sospechaba: Cuén no fue asesinado donde dijeron ni como dijeron ni por quien dijeron. Su muerte ocurrió en la misma finca donde, horas antes, se habría consumado el secuestro de Ismael “El Mayo” Zambada. Y mientras el gobierno estatal insistía en un cuento tan torpe que revelaba su mala fe, la FGR localizó sangre, contradicciones, silencios y omisiones imposibles de sostener. Todo apuntaba a un encubrimiento deliberado. Y lo que hicieron desde Sinaloa (y desde entonces Palacio Nacional) no fue incompetencia: fue una operación política.
El gobierno de Rocha no actuó como autoridad; actuó como cómplice. Como si la prioridad no fuera la justicia, sino borrar cualquier rastro que conectara la ejecución de Cuén con un reacomodo mayor en la estructura criminal de Sinaloa. Porque en las mismas horas, en el mismo territorio, en la misma trama, ocurrió otro hecho: el secuestro del propio Mayo Zambada. Un secuestro que hoy ya no puede negarse ni minimizase porque Joaquín Guzmán López —El Chapito— lo confesó, con pelos y señales, ante una corte federal en Estados Unidos. Lo sacaron por una ventana, lo sedaron, lo subieron a un vehículo y, más tarde, lo entregaron a las autoridades estadounidenses. La traición dentro del Cártel de Sinaloa se consumó con una precisión quirúrgica… y con la pasmosa ausencia (¿enojo?) del Estado mexicano.
La secuencia no es coincidencia. La simultaneidad no es casualidad. Ese día —ese preciso día— se movieron piezas enormes del tablero criminal del país. Y en el corazón del reacomodo, apareció un nombre que al gobierno estatal le urgía borrar: el de Cuén.
La pregunta es: ¿por qué matarlo? ¿Por qué convertir su muerte en un espectáculo de mentiras oficiales? ¿Qué sabía? ¿A quién incomodaba? ¿Qué representaba? ¿Qué lugar ocupaba en ese equilibrio violento entre gobierno y crimen? Las respuestas todavía no se han dicho en voz alta, pero el encubrimiento nos ofrece la pista principal: Cuén no murió por azar; murió porque su presencia estorbaba a las autoridades. Y estorbaba lo suficiente como para justificar un montaje estatal.
El papel del gobierno federal en todo esto tampoco es menor. Porque mientras los hilos del narco se movían con ferocidad y mientras el equipo de Rocha tapaba los agujeros del crimen, el partido oficialista y la hoy presidenta Claudia Sheinbaum ha optado por sostener al gobernador. Lo respaldó, antes, cuando ya era evidente la contradicción, lo respaldó cuando se derrumbó la versión inicial, lo respaldó cuando la FGR encontró pruebas en el rancho que el gobierno de Sinaloa nunca quiso mirar. Sheinbaum, con pleno acceso a información federal, ha preferido sostener la mentira estatal. Y protegerlo.
Hoy, cuando la confesión de El Chapito se vuelve pública, cuando el caso del Mayo acelera su sentencia, cuando los medios internacionales reconstruyen cronologías del narco que dejan en evidencia al gobierno mexicano, el silencio federal resulta ensordecedor. A estas alturas, la pregunta no es si Rocha mintió —eso ya es incuestionable–. La pregunta real es: ¿hasta cuándo pretende Sheinbaum cargar con ese cadáver político?
El caso Cuén no es un episodio local. Es una herida pública. Es un mensaje de cómo opera el poder cuando se siente impune: mata, esconde, culpa a otro, fabrica una historia, exige silencio y luego pide “prudencia”. Es la radiografía de un Estado que, lejos de enfrentarse al crimen, parece adaptarse a él. Un Estado en el que un gobernador puede montar una versión falsa del asesinato de un opositor político… y no enfrentar consecuencias. Un Estado en el que el federal decide mirar hacia otro lado por conveniencia. Un Estado que se indigna por corruptelas menores, pero tolera un encubrimiento de sangre.
Nuevamente se hablará esta semana mucho de Los Chapitos y El Mayo Zambada. Pero la muerte de Cuén es la que más debiera pesar.
Pesa por lo que representa: que en México, cuando un político resulta incómodo, puede ser eliminado con la misma frialdad con la que se borra un tuit. Pesa porque la mentira oficial se derrumbó, sí, pero no se castigó. Pesa porque el gobernador sigue ahí, sin un rasguño. Pesa porque la presidenta sigue respaldando a un criminal. Y pesa, sobre todo, porque la verdad se supo no gracias al Estado, sino a pesar de él.
La justicia para Cuén no llegará con homenajes, ni con discursos, ni con llamadas a la calma. Llegará cuando el gobierno admita su responsabilidad, cuando el gobernador responda por su montaje y cuando el silencio federal deje de ser cómplice. Porque no hay crimen más infame que asesinar a un hombre y después asesinar su historia.
Hasta que eso ocurra, que cada mentira de Rocha y cada silencio de Sheinbaum carguen con el peso de esa sangre. Porque la verdad, como dijo Sócrates, no puede envejecer. Porque matar es tapar la verdad. Porque México ya no puede seguir permitiendo que la mentira gobierne.


