Hace unos días, las imágenes fueron elocuentes: inundaciones severas obligaron al cierre temporal del Aeropuerto Internacional Benito Juárez de la Ciudad de México. Escenas que no sólo evidencian la falta de mantenimiento, sino el deterioro progresivo de una infraestructura estratégica para el país. Desde que López Obrador llegó al poder y entregó la administración del aeropuerto a la SEMAR, no se ha realizado inversión alguna. No es casualidad: hubo una estrategia deliberada para dejarlo deteriorarse. La lógica era que, ante el abandono y las deficiencias, los pasajeros migraran al Aeropuerto Felipe Ángeles (AIFA). El problema es que la apuesta fracasó: el AIFA sigue lejos de alcanzar un nivel de operaciones competitivo y el Benito Juárez se cae a pedazos.
Esta crisis es consecuencia directa de una decisión tomada hace seis años: la cancelación del proyecto del NAICM en Texcoco. La medida fue anunciada como un acto de “responsabilidad” y “honestidad” frente a un supuesto proyecto faraónico e innecesario, pero el saldo es claro: cancelarlo resultó mucho más costoso que construirlo.
La Auditoría Superior de la Federación (ASF) reveló que el costo total de la cancelación asciende a 331 mil 996 millones de pesos, considerando pagos de indemnizaciones, recompra de bonos, costos financieros e intereses acumulados.
Pero el costo no sólo se mide en pesos, sino en oportunidades perdidas. Todo se está financiando a través de la Tarifa de Uso Aeroportuario (TUA), lo que significa que cada vez que un pasajero compra un boleto de avión en la Ciudad de México, más de la mitad de lo que paga por concepto de TUA no se destina a mantenimiento, modernización o mejoras del aeropuerto, sino a cubrir la estulticia del gobierno.
En 2019, el presidente prometió un plan aeroportuario integral para resolver el grave problema de saturación que incluía construir el AIFA con dos pistas operativas —hoy sólo hay una—, edificar una Terminal 3 en el Benito Juárez —nunca se hizo—, modernizar el Aeropuerto de Toluca —que sigue subutilizado— e interconectar los tres aeropuertos con un tren de alta velocidad —del cual no hay ni rastro—. Nada de eso se cumplió. El supuesto “plan maestro” fue un castillo en el aire. La realidad es que, por un capricho ideológico, se destruyó un proyecto con viabilidad técnica y financiera, para imponer uno que no resuelve ningún problema, al contrario, lo agrava.
Ahora, con el Mundial 2026 a la vuelta de la esquina, hay un súbito interés en invertir algo de dinero para maquillar el aeropuerto capitalino. Pero el deterioro es tal que las opciones realistas parecen dos: reconstruirlo casi desde cero o condenar a los usuarios a una vergonzosa experiencia tercermundista que exhibiría la negligencia y la improvisación del gobierno.
La historia del aeropuerto cancelado en Texcoco es un recordatorio doloroso: las decisiones tomadas desde el prejuicio, la ideología y la soberbia no sólo cuestan caro; hipotecan el futuro. Y en este caso, el costo lo pagaremos todos, vuelo tras vuelo, TUA tras TUA, durante muchos años más.