Una de las expresiones recurrentes del presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) es que los conservadores están moralmente derrotados. La expresión tiene un sentido de fatalidad, de que nada puede modificar las coordenadas de esa derrota que sucedió y quedó para siempre. No resulta claro qué es una derrota moral, pero sí que el presidente suele remitir al término moral como fundamento de su causa. Eso lo traslada a la bipolaridad buenos o malos. Los buenos, obvio, la causa propia; los malos, la de los demás, inevitablemente los conservadores, no por serlo, sino por no estar con él.

A López Obrador le sirve plantear la disputa en términos morales, pero la batalla es de carácter político, de intereses no de ideales, como las de siempre y como cualquier otra. Así el presidente invoca la moral para hacer creer que lo suyo no es la lucha, vulgar y pueril por el poder ni por el cargo, sino por algo más trascendente: la patria. La realidad es otra.

Los adversarios, en política inevitables, no han sido derrotados en el terreno electoral. El partido gobernante puede perder la Cámara de Diputados o bastiones estratégicos, pero la obsesión de López Obrador es la popularidad, la aceptación. La cuestión es que la opinión no se reparte igualitariamente, los sectores de mayor influencia, minoritarios, seguirán alejados del decir y actuar del presidente, domiciliados, al igual que él, en el terreno del antagonismo.

Véase el ejemplo de la contrarreforma energética. AMLO y el conjunto del gobierno se ha plantado con una oferta de cambio que significa un severo retroceso en planos como la competencia, la calidad de la industria y del mercado energético, el impulso de las energías limpias, la integración global y muchos más. Es un cambio de paradigma insostenible en términos de lógica y eficiencia económica y pública.

Sin embargo, los opositores -políticos y de la economía- no han podido articular una narrativa medianamente convincente para contrarrestar la avalancha propagandística del régimen. El resultado no debe sorprender: la mayoría de la población acepta los argumentos y las conclusiones que sustentan la propuesta presidencial; mientras, las cúpulas empresariales y sus representados esperan que el PRI les haga el trabajo. No les importa el hecho de que tan trascendental como el proceso legislativo es el debate mismo, y la legitimidad que ahora alcanza el despotismo burocrático que inspira la propuesta presidencial.

Ciertamente la derrota del régimen previo no sólo tiene que ver con la corrupción, causa del descontento y combustible para la propuesta populista que llevó al poder a López Obrador y a los suyos. También es un tema de indolencia. Los beneficiarios del cambio, que los hubo y en exceso, jamás se plantearon lo que AMLO sí hace día con día, que la legitimidad cuenta, que se requiere para preservar lo alcanzado. Es incomprensible su ausencia del debate público y de la “Ganaron y se echaron en la cama, como si fuera para siempre”. Ahora pretenden ganar la batalla sin darla.

La derrota ellos mismos la construyeron y prohijaron para desgracia del país, más que para ellos mismos. Como siempre, camaleónicos y acomodaticios. El problema son los demás, los que no fueron ni beneficiarios, ni siquiera simpatizantes, del orden de cosas y que ahora padecen como nadie. Esa mayoría silenciosa que no alcanza a discernir la causa de sus males, mucho menos el camino adelante.

En realidad, no hay derrota ni triunfo moral. La vida y la política es un devenir ininterrumpido de sucesos y batallas. Ciclos que inician y concluyen. Hoy la política no vive su mejor momento, tampoco la democracia ni la vida pública. Al deterioro del pasado deviene el desastre presente. Lo bueno mucho se desdeña y destruye, y muy poco es lo que se logra. Los más son los que más pierden. Signo de una época que plantea la moral como sustento.

Federico Berrueto en Twitter: @Berrueto