En Pachuca solemos decir que si no le gusta el clima, vuelva en diez minutos. No es exageración: amanecemos con frío y niebla, al mediodía hay calor y hacia las cinco aparece el viento que le da a la ciudad su sobrenombre, la bella airosa.

Suelo usar ese relato para explicar el cambio climático cuando estoy fuera de Hidalgo, porque aunque aquí estamos acostumbrados a esas variaciones repentinas, lo que ocurre en el planeta no es un fenómeno simpático ni pasajero, sino una crisis estructural que está redefiniendo ecosistemas, economías y formas de vida.

La semana pasada, en Belém do Pará —corazón de la Amazonía brasileña— dio inicio la COP30, el principal foro mundial impulsado por Naciones Unidas para enfrentar la emergencia climática. Esta edición tiene una carga simbólica especial: se celebra en la Amazonía, el mayor regulador climático del planeta y, al mismo tiempo, uno de los territorios más vulnerables ante la deforestación, los incendios y la desigualdad.

La evidencia ya no da espacio a la duda: la actividad humana indiscriminada ha elevado la temperatura global y alterado ecosistemas enteros. Sequías históricas, inundaciones devastadoras y desplazamientos forzados son hoy parte de la vida cotidiana de millones de personas.

Es en este contexto donde vuelve a sonar con fuerza una idea que la CEPAL ha trabajado desde hace años: la desigualdad climática. No todos contaminan igual, pero siempre son los mismos quienes pagan los peores costos. América Latina no es el principal emisor, pero sí una de las regiones más vulnerables; y dentro de los países, son las comunidades con menos recursos las que enfrentan mayores riesgos.

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México llega a la COP30 con una presidenta científica, y eso cambia el tono. Claudia Sheinbaum ha sido clara en un punto que vale la pena subrayar:

  • No puede hablarse de cambio climático sin hablar de reducción de la pobreza;
  • No puede hablarse de reducir emisiones sin poner en el centro el bienestar de la población;
  • No puede hablarse de transición sin soberanía;
  • Y no puede hablarse de futuro sin desarrollo económico sustentable.

Esa definición coloca el debate donde debe estar: no en la polarización de redes ni en acciones mediáticas sin propuesta, sino en la relación profunda entre clima, justicia social y modelo económico. Lo que está en juego no es un discurso ni una etiqueta ideológica, sino la posibilidad de construir un país resiliente, más igualitario y con capacidad para transitar hacia energías limpias sin dejar a nadie atrás.

Volviendo a Pachuca: quizá aquí sigamos diciendo que si no te gusta el clima, regreses en diez minutos. Pero lo que el mundo enfrenta no es un viento pasajero como el de las cinco de la tarde. Es una transformación acelerada que demanda decisiones valientes, cooperación internacional y políticas de largo plazo.

La COP30 lo recuerda con fuerza: el tiempo de la indiferencia se terminó. Y México tiene hoy la oportunidad —y la responsabilidad— de demostrar que la lucha climática también puede ser una agenda de justicia, igualdad y futuro compartido.