Los abogados de derecha, centro e izquierda en México han asumido con fe teológica el credo del derecho romano y su oposición a cualquier otro sistema jurídico. Las clases de Derecho Romano permanecen en los planes y programas de estudio de las facultades y escuelas de Derecho. Así, todo el debate sobre la reforma judicial se ha centrado en su majestad el juez, sacerdote o burócrata de la justicia, olvidando que las personas en sí pueden desde su interés por lo público, administrar justicia.

La historia suele adornar el legado romano con elogios desmedidos. Se habla de su genio militar, de sus prodigios arquitectónicos y, por supuesto, de su Derecho. Pero conviene desmitificar: el sistema jurídico romano, aclamado como cuna de la civilización occidental, nunca fue justo en el sentido moderno del término, y mucho menos democrático. Fue, desde sus orígenes hasta su ocaso, una estructura diseñada para proteger a los poderosos, disciplinar a los marginados y legitimar el dominio aristocrático.

En los albores de Roma, impartir justicia no era otra cosa que preservar el orden impuesto por los patricios. El rex, como juez supremo, actuaba no por mandato del pueblo, sino por inspiración divina, interpretando el mos maiorum, un código de costumbres inmutables, cuya comprensión estaba reservada a los pontífices, miembros también de la élite. Los plebeyos, ajenos a estos secretos rituales, quedaban indefensos ante un sistema que confundía lo sagrado con lo oligárquico.

El procedimiento judicial, basado en las legis actiones, era una liturgia diseñada para excluir. Cualquier error en la fórmula oral, cualquier gesto equivocado, bastaba para anular una demanda legítima. ¿Justicia? Apenas un teatro ritual que reforzaba la desigualdad. Mientras los patricios dominaban los procedimientos y tenían acceso al rey, los plebeyos dependían del capricho y la gracia de sus superiores.

Con la República llegó la promesa de igualdad, pero no su cumplimiento. La Ley de las XII Tablas, aunque alabada como un hito de transparencia, no hizo más que cristalizar en piedra las prerrogativas de los privilegiados. Las normas ya no eran secretas, es cierto, pero seguían estando hechas por y para los de arriba.

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Las magistraturas judiciales —los pretores, por ejemplo— ofrecieron cierta flexibilidad, especialmente a través del ius gentium, que permitió a Roma tratar con extranjeros bajo criterios de equidad. Pero incluso esa apertura respondía a razones pragmáticas, no a una convicción en la justicia universal. Era una forma de facilitar el comercio, de ordenar el imperio, de convertir a los “otros” en súbditos útiles.

Los tribunales especializados y la introducción del procedimiento formulario en lugar de las arcaicas legis actiones supusieron un avance técnico. Pero, de nuevo, ese avance no democratizó el acceso a la justicia. El pueblo romano siguió siendo espectador de un sistema que lo excluía, salvo cuando servía de jurado en causas públicas... siempre bajo la supervisión de los magistrados.

Con el Imperio, el velo cayó por completo: la justicia dejó de fingir participación ciudadana. Augusto y sus sucesores centralizaron el poder judicial en la figura del emperador, que delegaba en funcionarios designados. Desaparecieron los jurados populares, y el procedimiento de cognitio extraordinaria convirtió al Estado en juez, parte y ejecutor. Un modelo eficaz, sin duda, pero totalmente autoritario.

Y sin embargo, fue Bizancio quien perfeccionó esta maquinaria de control. Bajo Justiniano, el derecho se volvió “ciencia”. El Corpus Iuris Civilis consolidó siglos de jurisprudencia con precisión admirable. Se creó una burocracia judicial jerarquizada, profesional y técnicamente intachable. Pero no nos engañemos: no era un sistema al servicio del ciudadano común, sino una estructura diseñada para mantener el orden imperial. La justicia se volvió expediente, el juez un burócrata y el ciudadano un número.

Hoy, cuando los abogados modernos citan a Ulpiano o elogian la racionalidad romana, conviene recordar el reverso de la medalla. Roma nos legó una arquitectura legal monumental, sí, pero también un modelo que sacrificó la participación popular en aras de la eficiencia, la equidad en nombre de la jerarquía, y la justicia viva por un derecho petrificado.

Pasar del rito al formulario, y del formulario al decreto imperial, fue un tránsito lógico en un imperio que nunca pretendió ser democrático. La justicia romana fue, en esencia, un instrumento de dominación: sofisticado, duradero, influyente pero también profundamente excluyente. Por eso ha sido tan útil a tantas formas de poder a lo largo de la historia.

Como escribió Cicerón —aristócrata, claro—: “La justicia es la reina de las virtudes”. Pero en Roma, como toda reina, sirvió primero a los intereses de su corte.