Leí en el Financial Times un artículo sobre el lujo. Me llamó la atención la pregunta que hace un estratega de marca, Eugene Healey, a quien cita la autora del texto, Elizabeth Paton, editora de moda del mencionado diario británico: “¿Cómo puede algo ser verdaderamente exclusivo cuando puedes ver a un millón de imbéciles publicando (en redes sociales) Birkins o Lambos?”.
Precisiones: Lambos, dice la inteligencia artificial de Google, “es el término abreviado e informal para los automóviles deportivos de lujo fabricados por la marca italiana Lamborghini”. La misma fuente define a las Birkins como icónicas y exclusivas bolsas de mano fabricadas por la casa de lujo francesa Hermès.
Seguramente tiene razón Eugene Healey: el exceso de Lambos y Birkins en el mundo han vulgarizado a tales mercancías como símbolo de exclusividad.
En un artículo de La Vanguardia, de Barcelona, se argumenta que “el fenómeno más destacado del siglo es que el lujo se adocena”, esto es, se masifica y esto simple y sencillamente lo condena a la extinción: “Aunque algunas marcas intentan mantener el mito de la pieza única, está claro que las listas de espera son artificiales y destinadas a hacer subir el precio de los bolsos hasta posiciones absurdas. Desde el momento en que no hace falta viajar para comprar en las principales marcas, que tienen tiendas abiertas en casi todas las ciudades mínimamente importantes, es evidente que sus productos ya no se fabrican por centenares, sino por centenares de millar”.
El problema para los relojes suizos es peor que el enfrentado por los Lambos y las Birkins: al menos en México —supongo que en otras naciones ocurre lo mismo— que sean tan utilizados por políticos chafas los devalúa, quizá todavía no en el precio de venta, pero sin duda eso es verdad en términos de aportar estatus a quienes los exhiben.
Escuché a una señora en la mesa de al lado en un restaurante decir: “Desde que tantos políticos compran relojes caros, le digo a mi marido que ya no los use: ya no son elegantes, sino descarados símbolos aspiracionales de gente que no tiene ni tendrá clase”.
Más allá de su comentario clasista —tener clase es sinónimo de refinación y buen gusto—, lo cierto es que la industria del lujo pierde su principal característica, la exclusividad, con la aparición de tantos nuevos ricos, especialmente, si su patrimonio lo han hecho en la política.
En el Financial Times mencionan a Nony Odum, exejecutiva de moda estadounidense que trabajó para Ralph Lauren y Loro Piana. A ella “le encantaban las compras de lujo”. Ya no: “Comprar de lujo solía ser divertido. Ahora no lo es”. Tal actividad, asegura, se ha vuelto asquerosa y aburrida. Y está convencida de que “el lujo ha perdido contacto con la realidad”.
No hay todavía una crisis en esa industria, pero… el lujo “se encuentra en su segundo año de disminución de las ventas en medio de una economía global volátil, la desaceleración de la demanda en China y una pérdida de su prestigio cultural”.
La pérdida de su prestigio cultural tiene que ver con distintos factores, como las denuncias de que los artículos de lujo no se fabrican artesanalmente, sino en fábricas chinas con estándares de producción propios de mercancías para el consumo de las masas. También la pérdida de estatus se relaciona con denuncias más fuertes, como que existen “condiciones de explotación en sus cadenas de suministro”.
En México lo peor para la industria del lujo son los excesos de los políticos más chafas del sistema. Esto ha llevado a la gente elegante a proteger su nivel de refinamiento dejando de arreglarse como ellos, esto es, a guardar sus relojes, sus aretes, sus bolsos.