En este país tenemos una costumbre cruel: cuando una mujer ejerce poder real, la historia no la recuerda, la castiga.

En los libros de texto y los discursos oficiales, el nombre de Carmen Romano de López Portillo apenas se menciona. Si acaso, aparece envuelto en la caricatura fácil de la “primera dama frívola”, amante de la ópera y los lujos. Pero esa caricatura —construida a partes iguales por el machismo institucional y el rencor político que dejó el sexenio de López Portillo— borró a una de las gestoras culturales más influyentes del siglo XX mexicano.

Carmen Romano no fue una figura decorativa. Desde el FONAPAS (Fondo Nacional para Actividades Sociales), creado en 1977, impulsó una red nacional de casas de cultura, parques, teatros y centros recreativos que llevaron arte, música y esparcimiento a regiones donde antes no existían.

Lo que hoy llamamos infraestructura cultural de base nació allí. Muchos de esos espacios siguen activos, aunque sus placas ya no mencionan el origen. Y lo paradójico es que, mientras su obra sobrevivió al tiempo, su nombre fue condenado al olvido.

¿Por qué? Porque fue una mujer con poder en un país que no lo tolera. Porque tuvo iniciativa propia en un sistema político hecho para que las esposas del presidente sonrieran y callaran. Porque encarnó una idea incómoda: que la cultura también es bienestar social, no adorno del poder.

Las columnas más leídas de hoy

Cuando el país se desplomó en 1982 y el régimen se desmoronó entre devaluaciones y desengaños, arrastró con él la reputación de todos los que habían estado cerca del poder. Y en ese naufragio, a ella se le cobró doble: por haber sido cercana… Y por haber sido mujer.

Décadas después, lo justo sería reconocerla como lo que fue: una precursora del modelo cultural descentralizado que retomarían el CONACULTA, la Secretaría de Cultura y, en parte, la SEDATU, con sus programas de mejoramiento urbano y espacios comunitarios.

Carmen Romano no fue el exceso del poder. Fue la excepción lúcida dentro de un sistema que confundía cultura con protocolo.

Y si el país tuviera memoria justa —no esa memoria ciega que absuelve a corruptos y crucifica a mujeres—, su nombre estaría grabado en cada casa de cultura que aún lleva vida gracias a su impulso.

Porque tanto se repite que vivimos tiempos de mujeres, pero esos tiempos no serán verdaderos mientras sigan excluyendo a las que el poder político y el machismo histórico decidieron borrar.

Recordar a Carmen Romano no es nostalgia: es justicia. Y también una lección incómoda para quienes hoy se llenan la boca hablando de igualdad mientras perpetúan los mismos olvidos selectivos de siempre.

Porque la historia no siempre la escriben los vencedores… A veces la escriben los machos.

X: @Renegado_L