Un buen número de analistas nacionales e internacionales han apuntado hacia el progresivo desmantelamiento de la democracia liberal en México. Sumado a la llamada reforma judicial, la desaparición de los organismos autónomos, de los órganos de transparencia, la reforma a la Ley de Amparo y los cambios a las reglas electorales que se vienen, han anunciado el inicio de una nueva era donde de la democracia constitucional ha sido puesta en entredicho.
Los voceros del gobierno de Claudia Sheinbaum y del partido oficial han contestado reiteradamente este argumento mostrando en mesas de debate y columnas los informes sobre los niveles de popularidad de la presidenta. Y no se equivocan en los números. Como afirman, y así lo demuestran todas las encuestas, la jefa de Estado alcanza niveles de aprobación que oscilan entre el sesenta y el ochenta por ciento. Sheinbaum es hoy bien valorada en México. No hay duda sobre ello.
Sin embargo, a la luz de la historia reciente, incluido el siglo XX y los casos de erosión democrática en el presente, se concluye que los regímenes autoritarios, entendidos estos como los sistemas donde no existen –o están limitadas- las vías judiciales para la presentación de controversias constitucionales, o simplemente donde el poder de una mayoría atropella los derechos de las minorías, los gobernantes han gozado de altos niveles de aceptación.
Miremos dos casos actuales: Venezuela y Rusia. En el caso del país latinoamericano, Hugo Chávez, quien fue el gran líder autoproclamado bolivariano que conduciría eventualmente a su patria hacia el colapso económico y social, fue un político con altos niveles de popularidad. No ha sido el caso de Nicolás Maduro, pues tras largos años de chavismo, los venezolanos han sufrido en carne propia los estragos del autoritarismo.
La Rusia de Putin es otro caso que merece una mención. De acuerdo a los sondeos y a los propios resultados de los comicios federales, el dictador es un hombre que no solo cuenta con el “respaldo” de los medios de comunicación, sino que goza de altos niveles de aceptación; derivado, en buena medida, de las acciones del Estado dirigidas a presentarle como el salvador de la nación frente a los malignos encarnados por los “nazis” de Ucrania y por Occidente.
La explicación es bien sencilla: los líderes autoritarios necesitan obligatoriamente contar con el respaldo mayoritario. De lo contrario, el sostenimiento del régimen resultaría altamente costoso y estaría condenado a morir por su cuenta. Derivado de ello, los autócratas, como parte de su estrategia, echan mano de la maquinaria del Estado para presentarse como adalides de la protección de los intereses de su “pueblo” frente a los malvados. Sea a través de programas clientelares, de la eliminación de las voces opositoras o de una constante presencia en los medios, los autócratas suelen gozar del apoyo mayoritario… Hasta que la realidad económica alcanza a los gobernados.