“La reducción del déficit se llama austeridad republicana. No recortamos salud, no recortamos educación. Eso en el periodo neoliberal se llamaba gasto social y lo primero que hacían era reducirlo; nosotros los llamamos inversión social.”
Claudia Sheinbaum Pardo
La animadversión de los economistas ortodoxos hacia el proyecto de nación que encabeza la presidenta Claudia Sheinbaum ha llevado a negar toda posibilidad de avance y a contravenir, incluso, lo que se consideraba como irrefutable desde el punto de vista económico. No estoy hablando del natural cuestionamiento que le tienen al modelo económico sustentado en la teoría del bienestar; sino en mostrar siempre una economía en declive, razón que los lleva a magnificar negativamente indicadores claves como la tasa de desempleo y la deuda pública.
Pareciera que ahora ya no se trata de discernir si la evolución Producto Interno Bruto (PIB) deba sentirse o no en el bolsillo de la gente, sino de encontrar indicios para afirmar que el Estado de Bienestar (plasmado constitucionalmente) está a punto del colapso; utilizando para ello los indicadores que periódicamente publican el INEGI, la Secretaria de Hacienda y Crédito Público (SHCP) y el Banco de México; los organismos financieros y organizaciones económicas internacionales (FMI, Banco Mundial, OCDE, CEPAL, entre otros), así como diversas instituciones privadas, en las que juegan un papel relevante las agencias calificadoras. internacionales.
En el marco de la teoría del bienestar hay un conjunto de indicadores claves que particularmente interesan: la disminución de la pobreza y de la desigualdad (índice de Gini); la ocupación plena o el bajo desempleo; la evolución de los salarios y la participación de la masa salarial en el PIB; y el avance y la sustentabilidad de los programas sociales. Sin que esto signifique que no interesen las variables que soportan la viabilidad de un Estado del Bienestar como lo son: la tasa de crecimiento económico, la estabilidad de precios, el comportamiento del tipo de cambio, el equilibrio fiscal y la adecuada posición de la balanza de pagos. Sin el adecuado manejo de estas últimas variables, el Estado de Bienestar se degradaría llanamente a un Estado populista.
La SHCP anuncio el 5 de julio que el Saldo Histórico de los Requerimientos del Sector Financiero (SHRFSP), la medida más amplia de deuda pública se había ubicado en mayo de 2025 en 49.2% del PIB; lo cual significó una reducción de 2.1 puntos porcentuales con respecto al coeficiente de deuda observado en diciembre de 2024 (51.3%). La Dependencia Federal señaló que esta reducción obedeció básicamente a la apreciación del tipo de cambio que se ha dado en el presente ejercicio fiscal, lo que redujo el valor de pesos en la deuda externa.
Hay que tener especial cuidado cuando se utiliza la palabra básicamente, porque los críticos ortodoxos encontraron que el descenso de la ratio deuda a PIB se debió más al comportamiento de la tasa de inflación. Alejandro Gómez Tamez (@alejandrogomezt) con una regla de tres encontró lo siguiente:
“Si el PIB es de 34.65 billones y la inflación (deflactor) es 4.5%, entonces aunque la economía no crezca, el gobierno puede endeudarse 1.6 billones adicionales sin que suba el porcentaje de deuda a PIB”
Voilá: ¡nos endeudamos a lo bestia pero no se nota! Porque el PIB nominal crece gracias a la inflación. Gran negocio”.
No es que deje de ser cierto lo que afirma la SHCP o Gómez Tamez, pero en la realidad nos encontramos con un conjunto de variables que actúan en forma más compleja. Dejemos a un lado la consideración relacionada con el tipo de cambio por su obviedad y adentrémonos al contexto de la inflación que resulta sumamente interesante, aun cuando el análisis que propongo resulte esquemático:
- En efecto la ratio deuda a PIB se efectúa en términos nominales; de modo que un incremento en la tasa inflacionaria contrae el coeficiente de deuda; es decir, la variación creciente de la inflación lleva a una especie de espejismo y nos hace pensar que nuestra deuda relativa ha disminuido, aun cuando el PIB real se mantenga estancado o disminuya.
- Entre más abrupto sea el comportamiento del índice general de precios, más se desvirtúa el cociente: con el PIB de 34.65 millones, el incremento de 4.5% lleva a un PIB nominal de 36.05 billones de pesos; en tanto que con una inflación de 27% - como la actual de Argentina - el PIB nominal se elevaría a 43.82 billones. Si relacionamos el SHRFSP con una tasa de inflación como la de Argentina, nuestra ratio deuda a PIB sería de 40.3%, es decir 8.9 puntos menos que la ratio a mayo que reitero fue de 49.2%.
- El espejismo llevaría a la conclusión de que en relación con el coeficiente deuda a PIB lo que más convendría es tener una economía con una alta tasa de inflación. Vaya sofisma.
- Sin hacer explicito el comportamiento de la deuda externa que puede depender más del comportamiento del tipo de cambio, la duda estaría dada en el papel que juega la tasa de inflación en el numerador, es decir, en la deuda.
- El nivel de deuda pública está dado directamente por tres factores: el saldo inicial de la deuda pública, la tasa de interés nominal y el balance primario. Desde luego, si los recursos propios (impuestos más tarifas) fueran suficientes para cubrir el gasto primario (no incluye pago de intereses) no habría necesidad aparente de recurrir a mayor deuda; si el balance primario es negativo, entonces siempre habría presión de deuda.
- Como se observa la inflación parece no actuar en forma directa en el abultamiento de la deuda; sin embargo, aquí tenemos que referirnos a la ecuación de Fisher que indica que la tasa de interés nominal es estrictamente equivalente al producto de la tasa de interés real por la tasa de inflación.
- ¿Quién puede ser feliz con un dinero que se deprecia en los bancos o en el sistema financiero, lo que provoca que el desahorro sea común y que la especulación y la fuga de capitales horaden los fondos del país? De modo que una tasa de inflación continuamente alta conlleva a que se tenga una tasa de interés nominal ascendente, elevando el costo de la deuda pública y alterando negativamente a la inversión productiva, lo que incide en una disminución del PIB. Esto es la deuda pública crece y la variación real del PIB decrece a tal punto que reduce los efectos supuestamente “benignos” de la inflación en la ratio deuda a PIB.
- El mayor impacto en el indicador de deuda obedece a la existencia de tasas de interés nominales altas o excesivamente altas, existiendo efectos negativos o contrapesos menos significativos o coyunturales en otras variables, tales como: el tipo de cambio que se ha apreciado en los últimos años, lo que ha reducido el impacto de la deuda externa; la tasa de crecimiento económico, cuya caída tuvo un impacto negativo de 3.9 puntos porcentuales en la ratio deuda a PIB 2020, por la crisis del Covid; el balance primario que llevó de nueva cuenta a una presión de deuda en 2024 y desde luego, la tasa de inflación que se ha salido del rango objetivo del Banco de México en los últimos 3 años.
- Debería la SHCP ser más explícita y señalar cuál es el impacto que tiene la disminución en la tasa de interés nominal en el cociente deuda a PIB en 2025, no debe olvidarse que la deuda interna concentra más de 80 % de la deuda total; ello para no llegar a la conclusión absurda de que la inflación permite contar con un colchón para endeudarnos más, tal como lo señala Gómez Tamez; abandonando así los criterios objetivos que llevan a contraer deuda: necesidad del préstamo, tasa de interés, plazo, planificación financiera y reestructuración de la deuda y capacidad de pago.
Lo anterior no es óbice para demeritar el hecho de que se destinen menos recursos para los programas sociales (835 mil millones de pesos para 2025) en relación con los que se utilizan para pagar los intereses de la deuda (1.4 billones de pesos para 2025), como lo sostiene Di Costanzo; por el contrario, fortalece la idea de que se debe tener un manejo integral de la deuda mediante pagos anticipados, difiriendo obligaciones del corto al mediano y largo plazos, reduciendo la tasa de intereses y manteniendo una adecuado manejo del tipo de cambio. Todo lo que se haga para reducir el peso de la deuda debe servir para ampliar las bases de sustentabilidad de Estado de Bienestar mediante la inversión pública, la generación de empleos y la sostenibilidad del gasto social.
Otros economistas – como Gabriela Siller – insisten en que el colapso del Estado de bienestar está muy cerca de llegar por la recesión que se avecina. Ella, como muchos economistas - haciendo eco a lo que planteaba el economista estadounidense Julius Shiskin, en 1974 - afirmaba que la recesión era inevitable debido a que se iban a presentar dos trimestres consecutivos con decrecimiento del PIB. No sólo no se ha presentado una caída profunda del PIB, sino que en abril de 2025 la tasa de crecimiento anual de 1.4% del Indicador Global de la Actividad Económica (IGAE) les cortó la racha del argumento.
Luego recurrieron a la forma de detectar la recesión planteada por la economista Claudia Sham en 2019. La regla de Sham establece que cuando el promedio móvil de tres meses de la tasa de desempleo de un país se sitúa medio punto porcentual o más por encima de su mínimo de los 12 meses anteriores, nos encontramos en los primeros meses de una recesión. En julio de 2024, en Estados Unidos se activó la regla de Sham sin que a continuación se presentara una recesión. De acuerdo con cifras del INEGI, en México esto claramente no ha sucedido: la tasa promedio móvil de los últimos tres meses es de 2.65%, en tanto que la tasa más baja del periodo se suscitó en octubre de 2024 con una tasa de desocupación de 2.4%. La tasa de desocupación promedio para los últimos 12 meses fue de 2.66%.
Ahora nuestra economista Gabriela Siller sostiene que: “Cuando se han perdido empleos 3 meses seguidos en México ha habido recesión, de acuerdo con los periodos señalados por el Comité de Fechado de Ciclos Económicos del IMEF”.
No quiero extenderme más, sólo quiero señalar que tanto la regla de Shiskin como la de Sham pudieran ser, sí, una regularidad estadística a lo largo del tiempo, pero de ningún modo son leyes inmutables. Más importante aún es la profundidad que debe tener la tasa de desempleo para decretar un ciclo recesivo: durante la gran recesión de 2009 la tasa de desempleo alcanzó una tasa de 10%, en tanto que en abril de 2020 en Estados Unidos se situó en 14.7%, la más alta desde la gran depresión, que en su etapa álgida se situó en 25%, cuando el capitalismo en Estados Unidos parecía derrumbarse.
Es cierto que de abril a junio de 2025 en México se han perdido en promedio mensual 46 mil 481 empleos, sin embargo, estamos hablando de una tasa de desempleo a junio de 2.7% con respecto a la PEA. Conforme a algunos parámetros (que no dejan de ser arbitrarios) se considera que una tasa de desempleo baja es de 4 a 5%; en tanto que una tasa de desempleo moderada iría de 6 a 7% y una tasa de desempleo alta se ubicaría entre 8 y 9%. Debe preocupar que aumente el desempleo, pero no podemos afirmar tajantemente que estemos en el umbral de una recesión cuando se cuenta con una de las tasas de desempleo más bajas del mundo.
Con independencia de lo anterior, existe un conjunto de elementos que nos permiten ver un panorama más alentador: nuestra economía es resiliente, la prueba es que en abril el IGAE sorprendió a todos con un incremento de 1.4%; existe una política de infraestructura, que ha puesto especial atención en la construcción de ferrocarriles, carreteras, viviendas y en el sector salud, todas detonantes de empleo; además de que los datos de consumo interno, del consumo minorista y de las exportaciones, en lugar de decaer ante el escenario agresivo impuesto por el presidente Trump parecen reactivarse.
El pesimismo y las ideas desorbitadas sobre la inflación, la recesión y la deuda pública, así como el no dar la debida atención a los indicadores que muestran signos de recuperación y de oportunidades, son signo de animadversión más que de análisis razonado. La evolución positiva de los salarios reales mínimos y los programas sociales son mandato constitucional; mejor utilicemos nuestro talento e ingenio para ser propositivos, a efecto de que las cosas funcionen bien. Dejemos la mala fe y la carroña a un lado.