Muchos manifestaron su sorpresa cuando AMLO, el domingo pasado, sacó un nuevo video donde, con el pretexto de anunciar la publicación de su nuevo libro, se dirigió a los mexicanos con un mensaje anticipado, pero que a la vez, ha levantado serios cuestionamientos.
En el video, el expresidente, cómodamente instalado en su quinta de Palenque, y rodeado de gallinas, pavorreales y el canto de otras aves, reafirmó que se ha jubilado. Es decir, que no tiene la menor intención –según dijo- de volver a la vida pública de México, a menos que se presentasen situaciones extraordinarias que exigieran su presencia, tales como un atentado a la democracia.
Una buena parte de los analistas políticos han especulado que AMLO, desde el día que dejó el poder, no se ha retirado de la vida pública. Por el contrario, se ha señalado que detrás de su autoexilio se encuentra un hombre ensimismado que ha pretendido ejercer su poder informal tras bambalinas, no solamente sobre los miembros de su partido, léase legisladores, gobernadores y ministros, sino sobre la misma presidenta Claudia Sheinbaum; en una suerte de obradorato, en alusión al Maximato impuesto por el líder máximo Plutarco Elías Calles.
Todo ha permanecido, hasta ahora, en el terreno de la especulación, pues no existen evidencias de su supuesto ejercicio informal del poder. Los voceros de la actual jefa del Estado mexicano han calificado estos señalamientos como “machistas” o “misóginos” pasando por alto las experiencias históricas de los caudillos en el pasado.
Conviene recordar que en la historia del mundo un importante número de destacados líderes políticos se han rehusado a dejar el poder. Como si el ejercicio del deber público estuviese contenido en sus genes y si fuera inherente a su propia existencia, han manipulado, asesinado y trastocado sistemas con el objetivo de morirse en la silla presidencial.
La historia del siglo XX dio muestras ostensibles. Hombres como Porfirio Díaz, Adolfo Hitler, Benito Mussolini, Josef Stalin, Francisco Franco, Fidel Castro, Augusto Pinochet y Hugo Chávez, entre otros, buscaron hasta su último suspiro mantener el control político y ejercer el poder. Algunos, como he señalado, murieron en el cargo en condiciones dramáticas, mientras que otros fueron obligados a rendirse y exiliarse tras levantamientos armados, revueltas o condiciones excepcionales.
AMLO es uno de esos líderes carismáticos. Desde el inicio de su vida política, se autoerigió en portavoz de los más pobres y desfavorecidos, y en la única voz capaz de encarnar la voluntad del “pueblo”. Él mismo bautizó a su movimiento “cuarta transformación” colocándose en el discurso público en el mismo pedestal que los héroes de la Independencia, Benito Juárez o los próceres de la Revolución. El macuspano lo cree firmemente, y ha sido esta convicción la que le impulsó a crear un movimiento personalísimo que convenció a millones de mexicanos, y que sigue sosteniendo a un régimen político a pesar de los fracasos y los escándalos de corrupción.
En este tenor, AMLO, al igual que los caudillos del pasado, difícilmente podría abandonar la vida pública. El hecho mismo le condenaría a una inactividad inimaginable para un hombre de su talante caudillista, pues conllevaría una traición a su propia trayectoria y le conduciría al deceso en vida. Por el contrario, a la luz de la historia, el fundador de la autoproclamada 4T pretendería mantener encendido el faro de su imagen, el eco de su voz y el poder informal que ejerce su presencia, aún si ésta se encuentra temporalmente en un sitio remoto de Palenque, Chiapas.


