El 19 de septiembre no es una fecha cualquiera para México. Es una herida en la memoria colectiva que late entre escombros, lágrimas y abrazos. En 1985, la Ciudad de México quedó devastada por un sismo que sacudió mucho más que edificios: sacudió la confianza en las instituciones, dejó al descubierto la falta de preparación del Estado y reveló, al mismo tiempo, la fuerza del pueblo que se organizó sin esperar órdenes, sin esperar ayuda oficial. Esa tragedia parió a una sociedad civil que aprendió a levantar la voz y a levantar a su gente.

Treinta y dos años después, en 2017, el destino nos puso la misma prueba en la misma fecha. Y aunque la respuesta gubernamental fue más rápida y estructurada que en 1985, nuevamente fue la ciudadanía la que dio el ejemplo. Jóvenes con cascos improvisados, cadenas humanas sacando escombros, mujeres repartiendo comida y agua, médicos y voluntarios atendiendo sin descanso. En medio del dolor, México mostró una vez más que, cuando la tierra tiembla, el corazón de su pueblo se vuelve inquebrantable.

No hay que olvidar tampoco el terremoto del 7 de septiembre de 2017 en el sureste mexicano, que dejó destrucción en Oaxaca y Chiapas, regiones que aún cargan con rezagos históricos. Aquella tragedia evidenció otra verdad incómoda: mientras el centro del país atrae cámaras y apoyos inmediatos, las comunidades rurales y marginadas muchas veces enfrentan la reconstrucción en soledad, con un Estado que responde de manera desigual.

Hoy, a años de esos desastres, cabe preguntarnos: ¿hemos aprendido lo suficiente? Sí, contamos con sistemas de alerta sísmica, brigadas capacitadas y protocolos más claros que en 1985. Pero aún falta mucho por hacer. La corrupción en la construcción de viviendas, la falta de planes de protección civil en comunidades apartadas y la lentitud en la reconstrucción de escuelas y hospitales siguen siendo asignaturas pendientes.

El pueblo mexicano ya demostró de qué está hecho. Lo que falta es que los gobiernos estén a la altura: que la prevención no dependa del azar, que la reconstrucción no se convierta en botín político, que cada vida cuente lo mismo en Oaxaca que en la capital.

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Cada 19 de septiembre nos recuerda que la tierra puede quebrarse en segundos, pero también que la unión de los mexicanos es más fuerte que cualquier grieta. Esa fuerza solidaria es nuestra mayor riqueza, pero no debería ser siempre la primera respuesta: la prevención y la justicia también son parte de la memoria que debemos honrar.

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