Casi todo el mundo tiene una fecha para recordar a sus muertos. El pueblo mío, al que yo pertenezco, es asombrosamente devoto de esta florida y venerable conmemoración. No es solo el colorido de sus ofrendas, el olor del copal y los sabores que degustaban quienes estaban físicamente entre nosotros. ¡NO! Son un conjunto de sentimientos, emociones y simbolismos que siguen adheridos al corazón y a la vida de aquellos que nos quedamos sin ellos. La ausencia de quienes me dieron la vida, hoy volvió a mí con un sentimiento nunca antes sentido. Mi primera infancia no estuvo registrada en los anales de ninguna historia, por eso hoy quiero recogerla sumándole esos momentos tan llenos de hechos y añoranzas que, en el campo, florecían como almácigos silvestres que adornaban el entorno donde vivían mis padres campesinos. En recuerdo a esa etapa, pondré al escrutinio público no solo mis sufrimientos, sino una parte de mi historia personal que nunca me había atrevido a publicar .

Mi primer recuerdo que quedó grabado en mí fue cuando en una caja de cartón, mi madre me puso dos mudas de ropa llenas de remiendos. Se preparaba mi viaje a un mundo que no era mi mundo. Dejaba atrás mi arraigo a la tierra, a mis padres y a un puño de hermanos que desconocían el rumbo que mi salida iba a infringirle a los arroyos y a las montañas que nos vieron nacer. A eso de las 8 de la mañana de un día x de junio de 1953, mi padre tomó en sus manos la caja y emprendimos el camino hacia el punto donde tenía que tomar el camión que me llevaría a Acatlán, una pequeña ciudad perdida en el profundo sur de la mixteca poblana. Dejaba atrás la escuela rural que me enseñó a leer y a escribir para incursionar en otro lugar donde, se me dijo, podría estar mi futuro

Todo empezó de manera normal. La familia de mi madre me acogió como un integrante más de la misma. La 1ª enseñanza a la que fui sometido, fue aprender a rezar todas las noches antes de dormir. Luego me inscribieron en la “doctrina “que el sacerdote nos daba a la muchachada todas las tardes de cada viernes. Sus prédicas siempre olían a fanatismo, no se sostenían científicamente, pero nuestra ignorancia no alcanzaba a explicarnos el fondo de esas enseñanzas. Fuimos víctimas de una cultura cercana a lo que en esa región años antes había impulsado el movimiento cristero. La entrega a lo religioso no nos permitía ver la vida de otra manera.

Una tarde de esas, el cura nos metió en el cerebro la pifia que dio pie al peor regaño que en vida sufrí por parte de mi padre. Como mi familia y la mayor parte de la gente de la mixteca poblana éramos porfiados defensores de la religiosidad, no cuestionamos nunca la influencia de ese movimiento que al grito de “Viva Cristo Rey” arrastró a miles de campesinos a una guerra fratricida. Uno de esos días el cura nos dijo: Para tal fecha no saldrá el sol. Hay demasiados pecadores que no oyen ni se pliegan al mandato de Dios.

Ni tardo ni perezoso, tomé el autobús para ir a prevenir a mis padres de la catástrofe que se acercaba. Recorrí ochenta kilómetros en autobús y ocho a pie por veredas y montañas. ¡Mis padres dormían! El trabajo del campo y los silencios de las noches, no daban para desvelos ni correrías que llevaran otros encantos al corazón. Jadeando les hice saber las palabras ominosas del cura de marras. No quería que, alguien de mi familia, pudiera ser sepultado por las tinieblas sin antes, siquiera, santiguarse o prenderle unas velas al señor.

Mi padre, seguramente se preguntó qué diablos hacía su hijo que estaba estudiando el quinto año de primaria a ochenta kilómetros de allí. Papá, vengo a decirles que para el próximo viernes no va a salir el sol. ¡Va a ser un castigo de Dios! Apenas oyó esto, me agarró de la parte alta del codo y me metió a la casa de chinamite. Mira muchacho, me dijo con voz sentenciosa. Eres un baboso. De nada te sirven los estudios, ¿quién carajos te anda metiendo estas mentiras en la cabeza? Cabizbajo y regañado regresé por el mismo camino cargando mis vergüenzas, mi padre había descubierto mi ignorancia. Hoy, cuando empieza el conteo regresivo de mi vida recojo sus sabias palabras y las uno a las proféticas expresiones de la poesía de Antonio Machado “cuando llegue el día del último viaje, y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, me encontrarán a bordo, ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar”.