Esta es la triste historia de un gobierno que fue movimiento popular; uno que integró en sus filas a los hijos de obreros y a las hijas de maestras; que hizo al pueblo legislador con candidaturas para las autodefensas, las defensoras indígenas, los artistas y también, los meseros y los desconocidos. Pero que cuando azotó la pandemia más peligrosa de los últimos años, tal vez sin quererlo o sin poder controlarlo, relegaron a las personas más pobres y menos privilegiadas a enfrentar a ciegas la enfermedad de la asfixia.

Desde la sesión inaugural del nuevo periodo celebrada el 1 de septiembre, la Cámara de Diputados ha realizado una aplicación gratuita y obligatoria a todas y todos los diputados que ingresan al recinto. Se han aplicado cerca de mil a mil 500 pruebas cada semana, sin excepción. Unas para quienes legislan, otras para sus asesores y para todos los que entran.

La de Senadores tiene una suerte similar: les dan pruebas semanales, artículos de protección y encima, sedes alternas para sesionar -si, con todo y la evasión a los protestantes por la desaparición de fideicomisos que igual lograron-.

Hasta el momento, han gastado más de 11 millones 750 mil pesos en 3 meses de periodo y lo criticable no es que ni con el gasto en pruebas, caretas, cubrebocas, sanitizantes y cerca de 5 mil litros de gel antibacterial hayan logrado contener los contagios, después de todo, ya había advertido López-Gatell que hacer pruebas no detenía los contagios, menos entre individuos negados a la ciencia que siguen rehusandose a utilizar cubrebocas.

Hay dos cosas crudas, innecesarias e indignantes. La primera es que a pesar de las advertencias sobre el riesgo de contagio en espacios cerrados, un puñado de 628 (500 diputadas y diputados, 128 senadoras y senadores con sus respectivos equipos, se trasladen semana con semana a lo largo y ancho del país para realizar sesiones - aún cuando en Cámara de Diputados ya aprobaron el reglamento de sesiones semipresenciales y el voto a distancia-. Entre la necedad y la prepotencia humana de anteponer la política sobre la salud, ya van dos fallecidos: el diputado Miguel Acundo del Partido Encuentro Social (PES) y el senador Joel Molina, tlaxcalteca de Morena y aspirante a la gubernatura de ese Estado.

La segunda y más dolorosa es que hacia octubre de 2020, cerca de alcanzar los 100 mil fallecidos por COVID-19, un limitado grupo de personas haya tenido el privilegio de acceder a pruebas, hospitales, ventiladores y al mínimo reconocimiento del estatus de su salud al momento de morir. A nivel nacional, se estima que México tiene 185 mil 320 portadoras de COVID-19 en México, pero sin prueba. Lo estimó la propia Secretaría de Salud.

En el México real, una persona puede tardar hasta 6 horas a que le asignen una cama -si tiene suerte-, debe recorrer hasta 3 horas antes de llegar a la ciudad si es que no vive en la capital de su Estado y ni de chiste tendrá acceso a una prueba de COVID. Eso es para los adinerados y políticos.

POR CIERTO. Como si la pandemia de COVID-19 no fuese ya un problema fuera de control, también se avecina la etapa de influenza con uno de los inviernos más duros para el país, entre desempleo, crisis, enfermedad y luto. La escasez de la vacuna para la influenza es un problema de talla mundial, en el que la distribución global se ha complicado. En México, se anunció que la vacuna se aplicará por grupos priorizando a mujeres embarazadas, niñas y niños, así como a la tercera edad … pero de nuevo, son los funcionarios del primer círculo, sus equipos y familiares así como los políticos que pisan la Ciudad de México en la centralizada política de salud. Por supuesto que ellos, al encargarse de manejar las riendas del país, tienen todo el derecho a mantenerse saludables. ¿Será imposible que la salud sea universal y prioridad presupuestal para que sobrevivir deje de ser un privilegio?