Para tener una mejor comprensión del artículo siguiente es necesario nombrar algún tipo de marco conceptual adecuado.
Competitividad y competencia. Competencia es diferente a competitividad. La competitividad no se logra sólo a partir de un mayor número de empresas (participantes) y de las condiciones de competencia entre ellas. Por ejemplo, el Índice de Competitividad Global (ICG) del Foro Económico Mundial (FEM) ilustra que la competitividad involucra un amplio número de variables, como el grado de competencia que hay en los países. En 2010 países como Estados Unidos, China, Brasil y México arrojaron resultados más bajos en competencia (subíndice de eficiencia del mercado de bienes) que en competitividad.
Monopolio y poder de mercado. Que una empresa tenga poder de mercado o sea dominante en él no significa que sea un monopolio (productor o vendedor único), aunque existe ese riesgo si la empresa es capaz de fijar precios por sí sola. Una empresa dominante es la que posee una porción significativa de un mercado (40% o más) y dicha posición es sustancialmente mayor que la de su competidor más cercano.
Consumidores y competencia. La competencia no es un fin en sí mismo sino un medio posible para lograr la satisfacción y bienestar de los consumidores. En toda transacción comercial el poder de compra lo tiene, en última instancia, el consumidor, que es quien decide qué, cómo y cuándo comprar.
Oligopolios. Concentración de la oferta de un sector industrial o comercial en un reducido número de empresas.
Monopsonio. Situación que ocurre cuando sólo hay un comprador, sin que hubiera alguna posibilidad de que los vendedores hallaran otros mercados para el producto que ofrecen.
Fuentes:
Real Academia Española
Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE), Glossary of Industrial Organisation Economics and Competition Law www.oecd.org
El tema de los monopolios ha sido siempre polémico y de gran estudio pasado y presente. En el pasado, Adam Smith, el fundador de la economía y del liberalismo económico, se oponía claramente a los monopolios como el enemigo de la “libre competencia”. Alertaba en Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones (1776): “Los comerciantes de la misma actividad, casi nunca se reúnen, aunque sea por alegría y diversión, sin que la conversación concluya en una trama contra el público o en una conspiración por elevar los precios”.
También, el mencionado “padre de la economía” llegó a describir lo que él llamó “el estado estacionario”: la situación de un país anteriormente rico que había dejado de crecer, donde una de las principales características eran:
1) Que los salarios de la mayoría de la gente eran miserablemente bajos:
“Por grande que sea la riqueza de un país, como esté mucho tiempo estacionaria, o sin aumentarse incesantemente, no hay que creer que se aumente el precio de los salarios del trabajo… el estado en que parece ser más feliz y soportable la condición del pobre trabajador, y de la mayor parte del común pueblo, es aquel que se llama progresivo…. La condición del pobre es dura en el estado estacionario, o en que ni adelanta ni atrasa la nación; y es miserable en el decadente de la sociedad. El progresivo es en realidad el próspero, el alegre, el deseado de todas las clases del pueblo; el estacionario es triste, el decadente, mustio y melancólico”. (Libro 1, capitulo 8, en la primera traducción al español por José Alonso Ortiz, publicada en Valladolid en 1974).
2) La segunda característica del estado estacionario era la capacidad de una élite corrupta y monopolista de explotar el orden jurídico y la administración en su propio beneficio:
“En un país además de esto donde, aunque el rico y el que posee gruesos capitales goce de la mayor seguridad, apenas vive seguro el pobre y el que solo ha podido granjear un caudal escaso, estando expuestos siempre a ser insultados, con el pretexto de justicia, por el pillaje, el robo y la estafa de los mandarines subalternos, la cantidad de los fondos empleados dentro de él en los diferentes ramos de tráfico y comercio interior no puede ser tan grande, ni proporcionada a lo que es capaz de admitir la naturaleza y extensión de aquellas negociaciones. En todos aquellos ramos la opresión del pobre no puede menos de ocasionar el monopolio del rico, el cual, engrosándose con una especie de tráfico, exclusivo, podrá cada vez mayores sus ganancias”.
Posterior a Smith, consideramos a Alfred Marshall en sus Principios de Economía (1890) donde decía: “Nunca se ha supuesto que el monopolista, al perseguir su propia ventaja, siga, naturalmente, aquel camino que es susceptible de conducir al bienestar de la sociedad considerada como un todo…”. Y afirma que “el interés del poseedor de un monopolio es, prima facie, ajustar la oferta a la demanda, no de un modo tal que el precio a que pueda vender su artículo cubra exactamente los gastos de producción, sino de modo que el proporcione el mayor rendimiento neto total posible” .(Véase, capítulo 14, en La teoría de los monopolios).
Por último, Schumpeter (1912), uno de los defensores del papel fundamental del empresario en el desarrollo económico, ha expresado que los monopolios u oligopolios, las grandes empresas dominantes, han sido consustanciales al proceso de evolución del capitalismo moderno, porque han sido las que han podido impulsar el proceso de innovación.
Todo anterior, ¿les parece familiar en la actualidad? Quien sea economista lo captará inmediatamente. Quien no, basta con recordar un poco de historia respecto a las reformas estructurales anteriores y lo entenderá sin gran esfuerzo. Si no es posible ninguna de las dos cosas, sólo mire con atención a su alrededor las marcas de los productos cuando vaya al supermercado y pregúntese por simple curiosidad si el número de mercancías ofertadas equivale al número de empresas. Entremos en materia de análisis.
Habíamos comentado que el tema de los monopolios ha sido polémico y estudiado tanto en el pasado como en el presente. En el presente, el tema y las discusiones sobre los monopolios –tanto privados como gubernamentales– así como en sus distintas manifestaciones (duopolio, oligopolio y monopsonio) ha subido de intensidad. Esto inicia actualmente con las modificaciones al artículo 28 constitucional –además del 25 y 27– que decía de forma tajante: “En los Estados Unidos Mexicanos quedan prohibidos los monopolios, las prácticas monopólicas, los estancos y las exenciones de impuestos en los términos y condiciones que fijan las leyes”. Hoy ha sido modificado. Pero vale la pena hacer una aclaración.
La prohibición de los monopolios en la Constitución sirvió como argumento sobre el debate de la reforma energética, donde muchos actores políticos y empresarios mencionaban que Pemex era un monopolio gubernamental que debía recibir el mismo tratamiento que cualquier empresa y por ello debía abrirse a contratos privados para generar un impacto virtuoso en la actividad económica siendo competitivo y etcétera. Sin embargo, es necesario aclarar algo fundamental –tarde, más no impertinente– que un monopolio gubernamental (público), si se requiere llamar así, se determina por razones estructurales, sociales, históricas, estratégicas o por contingencias importantes. Si Pemex hubiera sido un monopolio capaz de fijar de fijar sus precios y de determinar los salarios sería distinto, pero lo que teníamos era una institución que cedía una buena parte de sus ganancias al Estado para coadyuvar a la falta de voluntad política de una reforma fiscal en México. O sea, equiparar un monopolio público con uno privado me parece un error garrafal. Además, las grandes fallas de Pemex derivan –mucho más que de su posición monopólica o de su carácter público– principalmente de la corrupción y del uso como “caja chica” del gobierno. Eso que a nadie se le olvide.
También parte del problema de México se deriva de una privatización pésimamente ejecutada. Los monopolios públicos se convirtieron en monopolios –oligopolios, monopsonios– privados, mal regulados. Es decir, el peor de los escenarios porque el bienestar de los individuos no sólo se ve limitado, sino que se reduce en el tiempo.
Los monopolios –ya no digamos oligopolios y monopsonios– tienen impactos negativos en el crecimiento económico:
a) Cuando los consumidores enfrentan un monopolio o una práctica monopólica. El precio que pagarán por el bien o servicio que demandan será mayor que si el mercado operase en un contexto de competencia, además de que la cantidad producida será menor. Estos elementos –mayor precio y menor cantidad– se traduce en una disminución en el nivel de bienestar de los consumidores.
b) Cuando las empresas adquieren materias primas suministradas monopólicamente, los costos de producción serán naturalmente mayores. Esto impacta negativamente sobre los niveles de producción y empleo y, por lo mismo, sobre el crecimiento del producto. Más aún, si en un mundo globalizado, una parte de los factores productivos son provistos monopólicamente, las empresas nacionales pierden competitividad frente a empresas extranjeras, lo cual impacta negativamente sobre el nivel de exportaciones y el crecimiento económico. Incluso, puede tener consecuencias inflacionarias.
c) Finalmente, la propiedad intelectual y las patentes. Un elemento esencial para que una economía se desarrolle sostenidamente es la investigación en ciencia y tecnología y un elemento importante para ello es la protección y los derechos privados de propiedad intelectual –temporales– a través de los derechos de las patentes. Esto implica que el agente económico que haya desarrollado nueva tecnología puede explotar monopólicamente por un periodo determinado la patente. De no darse ese privilegio, no existiría el incentivo a la investigación y el proceso de desarrollo económico de inhibiría.
Considerando a los dos primeros puntos, se tiene impacto negativo sobre el crecimiento económico y, por ello, requieren la acción gubernamental. Estas acciones pueden ser de dos formas.
La primera, dirigida a eliminar todas las barreras legales y regulatorias que impiden el acceso a nuevas empresas a los mercados y, romper, con ello, el monopolio o las prácticas monopólicas. Esto se basa en un principio realmente débil e incluso fracasado en la realidad mexicana: más competencia combatirá los monopolios –oligopolios, monopsonios, duopolios. Esto se basa en una idea económica donde a través de más competencia, los precios serán más bajos en los bienes y servicios, donde podría darse un aumento de los ingresos. Sin embargo, el ejemplo empírico que destroza esa aparente verdad es la banca comercial. Una estructura de mercado que pasó de ser pública a ser reprivatizada, donde el gobierno no se ha decidido –o no ha podido hacerlo– a regular y orientar mejor el financiamiento de la banca privada e impulsar una nueva banca de desarrollo en beneficio de las empresas de capital nacional como lo hacen otros países emergentes. Esto es relevante cuando sólo 4 bancos en México controlan el 85% del mercado nacional de 48.
Al ver la falla empírica de la primera acción, entonces la segunda acción gubernamental tendría que dirigirse a regular y penalizar las prácticas monopólicas privadas. Las públicas ya las han hecho.
La mejor acción posible que se podría llevar a cabo sería esta última, la segunda. Esto por dos razones.
Primera, si ya se tocó la inmunidad constitucional de un monopolio gubernamental, como se decía que era Pemex, permitiendo contratos con particulares en la exploración y extracción del petróleo y demás hidrocarburos que se encuentren en el subsuelo del país (acción contraria en otros países del mundo. Véase: “Algunos aspectos y cuestiones sobre la reforma energética”) que se toque también la inmunidad de los monopolios –oligopolios, monopsonios, duopolios– privados, en sus prácticas, o qué, ¿para las prácticas monopólicas privadas no aplicaría? ¿Sería una acción conflictiva con el gobierno actual?
Si queremos combatir las prácticas monopólicas debemos medir a todos con la misma vara. Porque la mayoría de las prácticas monopólicas –oligopólicas, monopsónicas, duopólicas– se generan porque las empresas –o un sector determinado– capturan a la autoridad y logran que ésta emita regulaciones que las protegen. Adquieren tal protección que se convierten en un poder detrás de los gobiernos (poder fáctico). Es decir, si el Estado mexicano manifiesta debilidad –falta de credibilidad– seguirá permitiendo que los monopolios adquieran poder por encima del propio Estado, como ha sido el caso. Y este problema no lo resuelve ninguna ley.
Segundo, y a manera de precaución, que en algunos casos son los agentes de grandes empresas transnacionales que quieren romper monopolios para dar lugar a la entrada de empresas extranjeras, no para bajar precios e innovar, sino para entrar a un mercado con iguales prácticas. Que incluso, si son agresivas pueden reemplazar a las empresas locales.
La intención no debería ser tampoco debilitar a las empresas mexicanas con exhaustivas regulaciones que termine por inhibirlas porque Corea, China, India y Taiwán, entre otras naciones, están formando sus grandes empresas transnacionales, mientras que en algunas opiniones se trata de debilitarlas porque en el círculo estrecho del mercado nacional seguimos diciendo que son monopolios (refiriéndonos únicamente a su estructura no a sus prácticas) y eso basta para que sean malos. Cuando existe apertura de fronteras y la competencia es fundamentalmente hacia mercados de todo el mundo, entonces las opciones de: a) hacer del monopolio una empresa pública, no es una opción económica y políticamente viable y b) dividir y subdividir empresas es como querer competir con “changarros” en el mercado transnacionalizado, por lo que tampoco sería la solución. Entonces la solución estará en regular y crear instituciones para que no se cometan abusos. A condición fundamental de que los regulados no se apoderen de las instituciones de regulación.
La regulación en beneficio del consumidor debe exigirse siempre que una empresa tenga una práctica monopólica o cuasi monopólica, sea pública o sea privada. Al menos ese está siendo el criterio en la presente administración. Sin embargo, en la aritmética política todos los mexicanos sabemos que dos más dos casi nunca son cuatro. Y principalmente, lo que se debería buscar en la Ley de Competencia Económica es que las grandes empresas no sólo no se conviertan en grandes factores de poder económico, sino en elementos de poder político que muchas veces no pasan por el marco constitucional ni legal. En México vivimos un enorme desequilibrio entre el poder privado concentrado y un poder social muy desunido y muy debilitado y eso le hace mal a la economía y a la política.
Cuando se publique esta columna, tal vez en la Cámara de Diputados ya se habrá aprobado la Ley de Competencia Económica. Lo que equivaldría a suponer que sus miembros entienden que su labor como legisladores es procurar la maximización del bienestar de los consumidores que representan y que la mejor forma de lograrlo es a través de mercados realmente competitivos que partan de un acuerdo nacional. Cuando no hay competencia vigorosa no hay desarrollo económico, porque no hay crecimiento, no hay productividad y disminuye el potencial del empleo. Nuestro crecimiento ha sido mediocre en los últimos treinta años; no es un problema sólo de la crisis pasada, es algo que va más allá.
Es importante entender que la competencia se dará en la medida de que exista financiamiento de empresas nuevas (Mipymes) que ayuden a materializarla. Por otro lado, si no existen acuerdos nacionales y la reforma financiera no hace prestar a la banca comercial a tasas accesibles (como así lo pretende) generando una mejora salarial. No quiero ser pesimista pero obtendremos como resultado, otra vez, un tiro por la culata. La combinación de una estructura débil de regulación, instituciones con poca credibilidad y “poderes fácticos” con capacidad de veto, no sujetos en la práctica a autoridad alguna, puede obligarnos a permanecer con dudas.
Finalmente, lo que debería ser fundamental en materia de reformas a la competencia económica es permitir a los consumidores agruparse y presentar demandas conjuntas contra los grandes consorcios; una acción firme de organismos reguladores, cuya mera existencia no garantiza la regulación de conductas monopólicas y abusos evidentes contra los consumidores. Se requerirá de una verdadera voluntad política y rectoría del Estado. Las instituciones por sí mismas no representaran una “varita mágica”.
Como se podrá ver es un tema muy complejo que no se discute en fast track y a veces podría tener ideas divergentes. Sin embargo esperemos que esta columna que pareciera, por momentos, de comentarios divergentes, apoye y diversifique el debate para poner a disposición del ciudadano un conocimiento y opinión propia.
“Algunas cosas son creíbles porque se puede demostrar que son verdaderas, pero muchas otras son creíbles pues son consistentes con una visión sostenida de forma generalizada y esta visión se acepta como sustituto de hechos. Someter dichas creencias a la prueba de hechos concretos es de especial importancia cuando se trata de convicciones económicas, porque las realidades económicas son limitaciones ineludibles sobre la vida de millones de personas, por lo que las políticas que se basan en falacias pueden tener impactos devastadores”: Thomas Sowell. Economista y filósofo estadounidense.