Jamás había estado tan cerca de tanto rostro extraño. Una corriente humana, incontenible, me condujo al zócalo capitalino. Es el día de la Independencia de México y son las cinco de la tarde. En las calles aledañas a la Plaza de la Constitución hay vendedores de muñecos, trompetillas y llaveros que llevan la efigie del presidente López Obrador.

La Plaza de la Constitución está dividida en tres, por vallas metálicas. En uno de los espacios hay carpas en donde, supongo, van estar médicos y paramédicos A mi mente llegan como relámpagos las catástrofes. Es el pensamiento primitivo y de conservación el que se impone. “Qué no haya nada que los asuste, qué nadie intente correr”. Y recuerdo la bomba del Grito de Independencia en Morelia en el 2008. La policía sólo observa; no revisa a nadie físicamente, incluso, cuando dos hombres comienzan a ofenderse, ellos permanecen expectantes esperando el puñetazo que no fue. Mi preocupación más inmediata es por cientos de miles de vejigas contenidas. Son muchas horas en la plancha del zócalo y no veo sanitarios portátiles. Al parecer, este día, la capacidad vesical rebasará los estándares y los intestinos permanecerán quietos, como sus dueños. Intentó hacer una respiración profunda, pero me dan ganas de vomitar. Una muchacha grita “¡Puta madre, esto huele a cola!”. Y olía. La fetidez viene de dos hombres llenos de hollín; comen tortas, mientras desprenden olores entremezclados de orines añejos, excremento, sudor, cebolla, ajos y cominos. Se me dificulta respirar. El aire es denso. Camino.

Bajo la estricta lupa de la física, todo es energía y la energía que se siente en el zócalo, me conmueve. Y la frase de Arthur Schopenhauer, ya no me importa: “La forma más barata de orgullo es, no obstante, el orgullo nacional. Pues denota en su portador la carencia de cualidades individuales de las que éste se pudiera sentir orgulloso, ya que, de otro modo, no estaría recurriendo a algo que comparte con millones de personas”. Extranjeros azorados y familias con su perro vestido de charro; los bailes típicos de cada región de la república son un poco de justicia. Sentir a toda esa gente repitiendo como un mantra “Es un honor estar con Obrador”, era una sensación extraña.

Mientras veo el ánimo del Grito de Independencia pienso en si realmente AMLO será el gran reformador del México moderno. ¿Podrá contra la corrupción y la violencia? La teoría de la mente me dice que sus muchos se están preguntando lo mismo. Puedo sentir cómo, por esos momentos, la descalificación no es a priori. La exaltación se palpa. Sin embargo, todo deberá de ser tomado con mesura; históricamente el nacionalismo extremo ha traído más desgracias que beneficios.

A las siete de la tarde  un compromiso  me obliga a regresar a casa. No podré estar en los apretujones. En el camino vi a muchos jóvenes que deambulaban como zombis viendo su teléfono, sin chocar. Luego supe que capturaban Pokemones. Llegué al Hemiciclo a Juárez y vi cuarenta y tres fotografías de los jóvenes desaparecidos en Ayotzinapa, esos que no gritan más, ni capturarán Pokemones. También el reclamo de los padres es silencioso; su agobio hace sentir la pesadez de su tristeza. La desolación. Ayotzinapa, no podrá gritar veinte vivas por sus cuarenta y tres muertos.

Ya desde casa, sigo la fiesta por televisión. Cien mil personas están allí, dicen los comentaristas. La primera vez que no había acarreados, que nadie le mentaba la madre al presidente y un sinfín de primeras veces. El presidente aparece en el balcón y grita las veinte vivas que a la mayoría satisfacen. Lo mejor que se ha oído desde que el cura Hidalgo soltara vivas para la Virgen de Guadalupe y el rey Fernando VII. Me quedé pensando en la necesidad de criticar al gobierno con argumentos, de elevar el debate nacional; que los políticos dejen de descalificarse a base de chistes malos y banalidades. Después, Eugenia León desvió mi mente entonando “La paloma” una canción que a pocos gustó, pero que ofrecía justicia para Ayotzinapa. ¿Habrá justicia? ¿Esta letra será un verdadero augurio o sólo una promesa más?