La sangre escapaba con tranquilidad. Caliente emanaba el olor podrido y ferroso sobre la piel áspera y oscura de él. En un rincón de aquella calle, cercana a aquella casa naranja donde la música y el desmadre humano era, hace poco, grande y apabullante, ella pregunta desesperada por conseguir una respuesta, qué era lo que le había pasado, mientras con su mano tentaba horrorizada la vida que se marchaba y pintaba el suelo que los detenía. Él veía correr sombras sobre las sombras de aquel lugar alborotado, imágenes difusas, como almas en pena del purgatorio; las que alguna vez su abuela describió con preciosista vehemencia y con el sabroso estilo de hablar y referirse con las palabras que sólo el vivir más de ochenta años da; esas sombras con que aquella anciana amenazaba a su imberbe nieto, estarían al pendiente de la muerte de quienes dan sus últimas palpitaciones, después de haber destruido a pedradas las pequeñas vidas de los dos hermosos canarios amarillos de la casa. Él creía en los mundos paralelos a la vida terrenal: el cielo y el infierno. Cada vez que cometía un error castigado en la fe Cristiana, la atrición venía a él como el trueno después del relámpago. Le prometía y juraba a un ente etéreo e ignoto no volverlo a hacer: lo volvía a hacer. Pero esa vez no eran aquellas sombras las justicieras y vengadoras que venían por él, sino las personas que corrían gritando con una inverosímil y horrorizada voz que perturbaba los aires oscuros de la noche húmeda. Apenas la tenue luz de los postes en las banquetas, le permitían a ella ver los ojos de su novio, que de vez en cuando se retorcían para quedar en un blanco estremecedor. -¿Qué fue lo que pasó?, ¿dónde estabas? -le gritaba la hermosa señorita a su novio, mientras las gotas escurrían de sus ojos claros e hinchados-, -¡dime!, ¡te busqué por toda la casa y me dijeron que estabas en el patio, y cuando fui ya no estabas… había mucha sangre! Él percibía ruidos, mas no entendía los sonidos y de dónde venían. Eran muchas las distracciones: gritos, lágrimas, golpes, sangre, heridos que se iban tambaleando por aquella calle. Se retiraban. Eran muchos en aquella casa naranja. La voz de ella era como una señal bien definida que él entendía. Quiso recordar y dirigir una respuesta a todas las preguntas que ella le gritaba. No logró hacerlo. Había una nube gris y pesada que no le permitía ver lo que apenas hace unos minutos había acontecido en aquel patio, rodeado por una pequeña barda de tabique pintada de naranja, con una reja oxidada en la parte superior; en conjunto no muy alto era el obstáculo para el físico de ciento ochenta centímetros con el que contaba aquel mulato.

Eran minúsculos los momentos de clarividencia que venían a él. Recordaba objetos, personas, circunstancias, sonidos. Y en momentos se llenaba de rabia. Sentía que hervía la sangre que fluía por la herida debajo de su camisa beige. La cabeza le parecía que estaba a punto de estallar. Le dijo -nos vendieron droga-. Todavía se escuchaban los beats de la música sintética a lo lejos, eran rápidos, muy rápidos. Comenzaban a brotar espumarajos de su boca, mientras continuaba contando lo poco que a su mente llegaba, -era él...dijo que era nueva, lo mejor de lo mejor... le compramos un poco... eran cafés, pastillas cafés… ¡qué hijo de puta!-. Ella tragaba la saliva de su pesar, tranquilizó su llanto y sus gritos para poder escuchar. Le acariciaba lentamente, marcando un camino de la sien hacia detrás de la oreja, con el costado contrario a las yemas de sus dedos embarrados de sangre ya seca. Le acariciaba su pelo hirsuto con mágica elegancia. Fruncía el entrecejo y debajo de la boca, formando arrugas en su barbilla, se mordía los labios para apaciguar el llanto que trataba de escapar. Sus mocos también fluían confundiéndose con el torrente de lágrimas. Pasaba tragos amargos. Sentía su pantalón de mezclilla clara muy bien ceñida a su figura candente, empapada del fluido oscuro, viscoso, pesado y oloroso que emanaba, ahora en menor cantidad, del cuerpo fornido de aquel hombre moribundo, que recargado sobre sus brazos comenzaba a relajar los músculos para dejarse llevar por los aires de la muerte. El coraje también aumentaba. Rechinaba sus dientes y muelas, blancos como la luna que alumbraba en otros días los cielos de esos lares. Ella trató con su mano, apretando las mejillas, de parar el ruido horroroso que provocaba la fricción de las piezas dentales de su novio, -pero, ¿por qué estás herido?, ¿qué te hicieron?-. Ella no se atrevía a quitarle la camisa, y la camiseta debajo de ésta, para observar la herida. Trató de recordar lo sucedido para serenar la angustia de su entristecida novia; imágenes se formaban en su mente: él come con cerveza las drogas junto con sus acompañantes; una mujer delgada y de piel clara ataca cerca a otro hombre, la mujer araña y golpea con sus manos el rostro del joven, gruñe y trata de acercar su cara a la del chico que se encuentra debajo de ella, él la golpea y grita por auxilio, algunas personas se retiran sin prisa, otros se quedan a observar la riña, de esos pocos, él, una chica y otro sujeto se acercan a retirar a la mujer; el pelo de ella, lleno de rizos castaños evita que vean su rostro, su vestido desgarrado le da un aspecto tenebroso, y mientras más se acerca, percibe que las manchas de sangre no son los adornos del vestido que él pensaba; trata de quitarla tomándola de las axilas, lo rasguña; la mujer que lo acompaña, agarra de la cabellera a la desquiciada y la jala hacia ella, es ahí cuando voltea y ven su rostro: descompuesto, una mirada iracunda, perversa, pupilas dilatadas, espumarajos saliendo a borbotones por la boca, los dientes manchados de sangre, su nariz rota y sangrante, los labios cuarteados y sin color, raspaduras en la frente, golpes, la carótida inflamada al igual que su cuello. La mujer pendenciera se abalanza contra quien la tomó del pelo y ataca, la toma de la cabeza y la muerde del pómulo, arranca piel y carne; comienzan los gritos y los que observaban, corren, huyen y gritan. Sólo se quedan él, la mujer y el otro hombre... recuerda una navaja, no recuerda quien la sacó; recuerda un dolor en su cuerpo; se recuerda a él corriendo, viendo a través de un pared de lágrimas que deforma la realidad; se recuerda a él sintiendo la sangre salir de su cuerpo, le arde. Las imágenes formaron la respuesta a las preguntas ¿dónde estabas?, ¿por qué estás herido?, ¿qué te hicieron? Sigue estrellando su dentadura entre sí, no es consciente, es involuntario, se empeña en dejarlo de hacer para dirigir una respuesta a la hermosa mujer que lo ase de la nuca y su rostro, -te amo-: dos palabras; sabe que la fuerza no le dará la oportunidad de explicar lo que en dos segundos recordó, prefiere gastarlas amando, despidiéndose; entre estertores y lágrimas, una ola de coraje que se extiende por todo su cuerpo provoca un último golpe de fuerza: extiende sus brazos pesados y fuertes, entre sus dedos acanelados toma el cabello de su novia, desliza las manos por su rostro y la atrae hacia el suyo, junta sus labios carnosos y rosados con los de él; sus lágrimas, ese líquido límpido que fluye en torrente hermoso del alma a los ojos claros y almendrados de la bella mujer, humedecen los labios secos, cuarteados y oscuros de él, impregnando con la calidez el último beso de despedida. 
Se apaga la noche. 
La noche silente; se apagan los ruidos, los gritos, los golpes, la sangre, el llanto, el frío, el calor, la luz, la oscuridad, todo se apaga. Todo. Sus labios aún siguen juntos, como perpetuados en la historia. El tiempo pasa con gran parsimonia. El tiempo se torna pesado. Antes su cuerpo quieto, sus extremidades inertes, sin razón; la agarra con fuerza: un brazo en la espalda y el otro en la cabeza. Él vuelve. Ella abre lentamente sus divinos y brillantes ojos, con preciosas pestañas que estremecerían junto con su mirada al más grande conquistador de mujeres, mira los de él aún cerrados; siente que salta su alma. La sujeta fuerte, sus dedos aprietan con vigor su cuerpo. Envuelve sus labios con los de ella, entierra sus dientes en sus suaves y delicadas rebanadas de boca. Ella grita. Él gruñe. Trata de separase, pero siempre ha sido un hombre poderoso. Lo golpea. Él aprieta su mordaz dentadura, en medio sus aterciopelados labios comienzan a desprenderse, brotando calientes chorros de sangre. Lentamente truenan los nervios que yacen en esta parte del rostro. Encaja incisivos y colmillos en toda su boca y jala: se desprenden como gajos de mandarina. Los gritos ya no son obstaculizados por sus labios apresados por el hocico de él. Mastica calmado y salvaje la carne aún palpitante de ella. No la suelta. Continúa arriba de él. Imprime toda la fuerza que puede para separase, pero no puede, es una bestia. Mira cómo se come parte de su rostro. Sus largos, blancos y delicados dedos, con sus uñas perfectamente cuidadas y bien pintadas, sólo estropeados por la sangre seca del animal que ahora come parte de ella, los dirige a los ojos entreabiertos del gran mulato y entierra fuerte y hondo los pulgares en la cavidad ocular, trata de hacer daño y lograr así liberarse. Pero esta bestia ya no es más el amor de su vida. No resulta. En cambio, el engendro la acerca nuevamente, trata de morder su finísima nariz, tantas veces elogiada por el ser que ahora quiere masticarla. Ella entierra más fuerte sus pulgares, destruye sus lóbulos, los saca de las cavernas del cráneo, escurre sangre y líquidos de todo tipo. Logra retrasar lo inevitable. Su rostro, hace unos minutos tan hermoso, ahora luce terrorífico. Con sus dientes al aire, como la típica imagen de un esqueleto, chorreando saliva y sangre, emitiendo gritos inimaginables. Pero el hambre de su atacante es insaciable, él se voltea y se sube arriba de ella con gran fuerza. Ella lo golpea, es inútil, se está quedando sin fuerza. Un momento aciago, una noche desafortunada. Él encaja su gran hocico en la ceja y parte de la frente de ella, abarca gran área, muerde con tal fuerza que llega al hueso, y arranca, nervio por nervio, desprendiendo músculo, despedaza su piel, la desprende poco a poco hasta separar el parpado del rostro. La horrorosa mujer, con su rostro despedazado y en partes desollado, ya no puede más, se ha quedado sin fuerza, está al borde de un shock, a punto de morir, eso quiere, pero no es así. Él vuelve a atacar, muerde su cuello, justamente en la carótida, y la arranca de tajo, el conducto se estira, siente como la vena es jalada desde el interior de su cuerpo, la mata el dolor más fuerte que pudo haber sentido en lo que se imaginó que hubiese sido su vida. La chica no quisiera observar como ese animal devora su cuerpo y se come su vida, pero no tiene opción, al no tener parpado, su ojo no tiene a donde más dirigirse, no puede esconder la mirada. El dolor se difumina poco a poco. El terror se dispersa. También ve a lo lejos las sombras que su amor vio antes de morir. Las mira a través de una pared de lágrimas y sangre que escurren por su rostro. Le arde. El olor a sangre perfuma el ambiente y lo hace pesado, pestilente y hediondo. Todo se tranquiliza. Los gritos, los golpes, la música, las sombras comienzan a desvanecerse a lo lejos. Las más bellas imágenes del pasado vienen a su mente como una protección del cerebro hacia el horror, el dolor y la muerte inevitable que le espera. Él está en esos pensamientos extraordinarios, muchos de los mejores días de su vida fueron compartidos con su novio. Y de todos esos, el primero y el inolvidable es el día que hicieron el amor por primera vez. Ella era virgen y él también. Fue el amor más intenso que alguna vez ella nunca se imaginó tener. El ambiente era inverosímil: velas alrededor de una bañera con el agua más deliciosa que pudo haber existido en cualquier novela de amor, la espuma suave y tersa como la piel de los ángeles, el aroma romántico e inconcebible que desprendían aquellas sales de baño, y los ojos de hombre más grandes, brillantes y diáfanos que en el mundo pudiera imaginar. Las caricias, el sudor, los gemidos, el perfume, el goce, la fricción, los pálpitos, el estremecimiento, el fulgor, sus ojos reflejados en los suyos, su voz estremecedora, sus besos embadurnados de deseo, sus enormes manos acariciando todo su ser y la seguridad que él infundía en ella. 

Antes de apagarse la vida en su ser, ella recordó el hermoso detalle que él tenía siempre después de hacer el amor: le besaba los senos amorosamente, con tal calidez, que parecía como si fuese la última y más grande maravilla que hubiera en el mundo; como sí de él dependiera la belleza magnifica de su amada. Ella evocó, con el último suspiro, a su amado idolatrándola en el lecho de amor, gracias a la figura difusa del miserable delante de ella que arrancaba, masticaba y despedazaba sus pechos, los mismos que en otro tiempo fueron amados.