Escribo desde un rancho en Hidalgo, en una zona donde el frío pega muy duro, casi tanto como el hambre. Mi abuela Isabel tiene 76 años y la lista de nostalgias más grande que la de sueños cumplidos. Cuando vengo, me duele ver los surcos de un rostro que ha dedicado todos y cada uno de sus días al cuidado: hija, madre, enfermera, esposa, abuela, bisabuela, esposa segunda, cristiana. Tres cuartas partes de su vida fueron en contextos urbanos y apresurados, entre la limitación de horario que brinda la precariedad y el consuelo de un ingreso fijo al que le hemos denominado “estabilidad”.

La última parte de su vida ha sido totalmente rural. Invirtió sus ahorros y pensiones en tierra y aprendió el arte de los quesos, las vacas, los cerdos y la crianza animal. En un rinconcito, hizo de una piedra su hogar, el de su segundo marido y sus animales. En la comunidad le dicen “Doña Chabelita” y la visitan para saludarla, venderle, cocinarle, comer con ella y otros asuntos solidarios que en la Ciudad no suelen verse. Le ha tocado conocer el dolor de las mujeres que son abandonadas por maridos que van a trabajar a la Ciudad o al norte y nunca vuelven; le ha tocado el dolor de las que van a parir y no alcanzan a llegar hasta el pueblo más próximo; le ha tocado el llanto de los niños que sufren abuso infantil y se ahogan en el “secreto familiar”; le ha tocado conocer a la niña que anda con el del huachicol y también a la muchacha que de pronto, se perdió en las drogas y el alcohol. A varias de ellas les ayudó.

Conoció a la que metieron a la cárcel por encubrir a su novio; a la que arrestaron por cubrir a su hijo y también a la que no alcanzó a ser mamá, porque su recién nacido se le congeló en la temporada de frío. Cuando platica, guarda una lágrima en la comisura del ojo. Durante años se ha sentido con una cuenta pendiente por parte de todos los gobiernos. Siempre ha votado por las izquierdas y dice que desde 1985 ha esperado un cambio. Si es que algo le he admirado ahora que la edad me brinda conciencia, es la compasión.

Las fiestas patrias fueron el pretexto para entender cómo es que ante sus ojos observan los cambios de los gobiernos y la famosa “Cuarta transformación”. Durante el grito de Andrés Manuel, se puso a llorar. A ciencia cierta, no alcancé a comprender por qué miraba así la ceremonia de Independencia.

Le pregunté curiosa ¿Por qué lloraba así? Y me contestó que ella nunca pensó alcanzar a mirar un momento como ese. Yo seguía sin entender. ¿Qué momento era ese?

Me respondió que ese era el momento de una lucha de su juventud que ahora ya había ganado. Que ella abandonó muchas veces sus reclamos pero que aún recordaba todo lo que pasó. Dice que todos los gobiernos los han dejado, que han matado, robado y que nadie se preocupa por su campo, ni por las enfermeras, ni por los que no tienen, ni por los que sufren. Dice que por años, el campo es el principal olvidado de siempre. El único presidente que la ha visitado en su tierra es Andrés Manuel López Obrador. Su rancho está hasta un municipio llamado Chapantongo. Aunque está a cuatro horas y algo de la Ciudad de México, apenas hace unos dos años que hay señal de teléfono y esta es la primera vez que la visito con cobertura de internet.

Me cuenta que hace 15 años, tuvieron un presidente municipal analfabeta. No sabía leer ni escribir, le costaba trabajo hablar y gracias a su grupo de apoyo priísta fue que logró llegar a su cargo, se queja de que sólo llegó por dinero; dice que así han sido todos.

Chapantongo tiene 19 pueblitos. Me cuenta con los ojos brillosos que cuando va hacia donde pasan las combis, le duele el corazón porque se sienta a ver a la gente pasar.

Hay viejitas descalzas, “viejitas como yo, desalineadas como yo “ con los pies curtidos de tanto que caminan sin zapatos. Venden bolsitas de 5 y 10 pesos de verduras mugrosas. A un lado de Chapantongo está Tepetitlán y entre esos dos municipios, vive ella. Le pregunté por qué llora de mirar a López Obrador gritando en Palacio Nacional y dice que nunca pensó conocer en persona a un político que llegara a ser Presidente. Andrés Manuel es el único que ha venido a Tepetitlán, otro rinconcito de Hidalgo. Dice mi abuela que cuando vino, Andrés Manuel les contó que el pueblo en que nació se llama “Tepeatlán”, un nombre similar a Tepetitlán y que por eso sentía algo especial de estar en ese lugar.

Ese lugar en donde la ilusión de los niños es venir al brincolin de la plaza y donde las biblias son las fieles compañeras de cada despertar. Durante toda su vida, desde que mi abuela era estudiante y se manifestaba, cuando fue enfermera y luego maestra, cuando daba clases en la UNAM y cuando brindó atención en la clínica de ginecobstetricia acompañando los pesares más profundos de las madres. Abrazando a las que abortaban sin querer, comprendiendo a las que no pudieron decidir, protestando a su manera y haciendo también, una revolución silenciosa. Una revolución de la izquierda.

Nunca había entendido lo que alguien podía sentir por un político que representa más que un cambio de era y de régimen. Para mi abuela, Andrés Manuel representa el sentido de la lucha a la que le dio su vida, una lucha que se mantuvo como estafeta, entregándose de mano en mano. Una lucha en la que ella fue parte de la cadena, en la que recibió un beso en la frente por parte de su Presidente, por el que ahora se pone a llorar. Se le desborda la ilusión y la esperanza. Si es que hay más hambre, a ella no le pega más.

Me pregunto: cómo ella ¿Cuántas abuelitas más habrá? Ojalá que no les falle.