Este 25 de noviembre se conmemora el Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, aún como un ejercicio reflexivo sobre el estado actual que guarda la situación de las mujeres y las niñas frente a la violencia cometida en su contra por su condición de género. Para México, a lo largo de estos años, la fecha conmemorativa ha sido útil para evidenciar los profundos abismos por los que las mexicanas deambulamos en búsqueda de seguridad, libertad y justicia.
Hoy es una fecha que nos duele a todas porque los feminicidios son materia cotidiana de las notas rojas de los periódicos y la vida truncada de miles de mujeres se convierte en un número de expediente policial a la espera de su turno. Nos duele un México que prefiere edificios pulcros, cristales impecables y monumentos brillantes, que mujeres vivas, plenas y libres de violencia.
Estamos frente a un México que contabiliza diariamente 10 homicidios de mujeres por agresiones intencionales (3, 752 homicidios en 2018), la cifra más alta registrada en los últimos 29 años de acuerdo con datos del INEGI. También, en el que 30.7 millones de mujeres han dicho haber enfrentado algún tipo de violencia en su vida; y 10.8 millones de mujeres han sufrido de intimidación, hostigamiento, acoso o abuso sexual.
Es evidente que hay prioridades nacionales, es decir, volcar los esfuerzos estatales para prevenir y erradicar este tipo de conductas gravísimas que merman las oportunidades de vida de las mujeres. No obstante, considero no menos importante hablar de un tipo de violencia que si bien se reconoce su existencia y se contempla un andamiaje institucional para su atención, me parece que aún se habla poco de sus causas y consecuencias, a pesar de que muchas personas estudiosas en psicología, criminología y género, la identifican como la antesala de la violencia física: la violencia psicológica.
La violencia psicológica quizá sea una de los tipos de violencia más difíciles de identificar. Generalmente es ambigua y dosificada, por lo que advertir su existencia puede llevar tiempo. Uno de los elementos que también hacen compleja su atención, es la presunta subjetividad que puede traer consigo una expresión verbal, que si bien puede carecer de estructura de insulto o agresión directa, por la historia o el estado de la psique de la víctima, dichas palabras llegan a ocasionar el mismo o mayor daño que un golpe o atentado físico.
No resulta exagerado afirmar que una base importante del abuso o violencia psicológica hacia las mujeres, tiende a dirigirse a la imagen que estas tienen de sí. Esto es, realizar denostaciones sobre el físico, la apariencia y el cuidado personal; en el menor de los casos, sugerencias propias de los estándares de belleza que el agresor considera debería cubrir la víctima, en el peor, prescripciones o permisiones que la víctima debe cumplir sobre su propio cuerpo.
Otro elemento que me parece interesante en la identificación de conductas que dañan la psique de una persona, es lo que recientemente han intitulado gaslighting. Dicho concepto es poco explorado o conocido en México, pero retrata de manera muy ejemplificativa uno de los maltratos más complejos cometidos contra las mujeres.
De manera muy breve, la “luz de gas” implica un maltrato reiterado, generalmente dado en las relaciones de pareja, en el que se busca manipular las emociones de la víctima, haciéndola dudar de su criterio, menospreciando sus opiniones, efectuando bromas hirientes con la intención de que pierda la cordura y sienta culpabilidad por acciones nocivas ajenas. El resultado de este proceso es el control o sometimiento de la pareja, quien para este momento, no cuenta con las herramientas emocionales necesarias para reconocer el problema en el que está.
Todo esto sucede en un entorno privado, en el que la mayoría de los eventos de violencia se dan entre los involucrados. Pocas veces las mujeres se animan a hablar sobre este tipo de detalles y las que lo hacen, no reconocen que se trata de un espectro de la violencia psicológica; son menos quienes solicitan ayudan y denuncian este tipo de conductas.
A través de un criterio aislado, la Suprema Corte de Justicia de la Nación, reconoce que la violencia psicológica es una realidad silenciosa, que se ejerce de manera sistemática, sutil e imperceptible para terceros, logrando amenazar la madurez psicológica de una persona, su capacidad de autogestión y desarrollo personal. Lo más relevante que señala es que la cultura patriarcal normaliza la violencia psicológica y ésta es un antecedente de la violencia física.
Bajo esta lógica, no sorprende que también exista un número alarmante de registros sobre violencia psicológica, o bueno, de sus aproximaciones, porque las bases de datos nacionales la omiten en esos términos. El reporte sobre los incidentes de emergencia de las llamadas captadas a través de 911, según el Secretariado Ejecutivo Nacional del Sistema Nacional de Seguridad Pública, de enero a septiembre de 2019 tiene que de las 12,049,445 llamadas captadas, 1.17% se trata de eventos de violencia contra la mujer, 1.78% de violencia de pareja y 4.54% de violencia familiar; es interesante observar que en el presente año, se han suscitado 140,503 llamadas de emergencia relacionadas con incidentes de violencia contra la mujer (tendencia nacional).
Respecto a los incidentes de violencia de pareja, se contabilizan 214,829 llamadas de emergencia, mientras que en la violencia familiar la cifra aumenta a 546,799.
Lo que intento poner en manifiesto es que se trata de posibles eventos que involucren violencia psicológica que a su vez desencadenen en violencia física, incluso llegando al tipo más extremo, la violencia feminicida. Las cifras con las que cuentan las autoridades son una gran base para la construcción de políticas públicas y programas sociales para la prevención de la violencia de género.
Desafortunadamente no basta con la firma de un documento de buenas intenciones para frenar esta ola de violencia. También, poco ayuda reforzar estereotipos de género en la mayor plataforma de difusión oficial y contar con altas servidoras públicas en cargos estratégicos como aliadas de la agenda de género, sin el respaldo institucional necesario para cumplir con su encomienda; las acciones cosméticas no pueden ser protagonistas de un programa de gobierno que se autonombra feminista.
Tampoco ya no pueden seguir utilizando viejas fórmulas para eximirse de la responsabilidad que trae consigo gobernar. El hecho de que las estadísticas arrojen un mayor número de incidentes al interior de los hogares o en las relaciones de pareja, no puede considerarse como una invitación para el desentendimiento de la acción pública; esta administración tiene justo la oportunidad para realizar un cambio significativo en la política nacional contra la violencia de género.
Una transformación que nos lleve al próximo 25 de noviembre con un panorama alentador.